Cuando conozco a una persona que me resulta interesante tengo la costumbre de pedirle que me recomiende un libro –o bien una película– que le haya gustado. No que sepa que de su calidad por referencias, sino que realmente sea especial para él o ella, sin que tenga que ser el mejor o la mejor en su lista personal. Creo que esta es una de mis costumbres que podría definir como “buena”, pues me ha permitido descubrir obras estupendas que, además, se asocian a la persona que la recomienda y crean un vínculo particular en mi memoria. Hambre, de Knut Hamsun [1], fue todo un hallazgo que le debo a una amiga, profesora de Filología Inglesa y Alemana. Ya hace muchos años de esto, pero me dijo algo así como: “si con El perfume te parecía olerlo todo, con este libro pasarás hambre…”.

No pasé hambre, pero el libro me fascinó desde el primer momento. Para mí es, sin duda, una obra de arte de la literatura con mayúsculas. Está escrito de forma sencilla, sin alardes ni retórica, con el lenguaje que uno utiliza cuando habla consigo mismo. Aun a pesar de tal cercanía, lo primero que pensé es que nunca había leído nada igual. Hambre trata sobre un hombre que sobrevive como puede en las calles de Christiania, la antigua ciudad de Oslo. De él no sabemos apenas nada, ni el nombre; que es joven, escritor, pobre y está solo. A partir de ahí, simplemente somos testigos de la crudeza a la que se enfrenta en su vida cotidiana y de cómo se las apaña para aguantar un día más, mientras el hambre y la necesidad van haciendo menoscabo de forma inexorable en su salud mental y física. Él mismo es el narrador, así que desde la primera línea nos ponemos tras sus ojos y vivimos con él sus experiencias y emociones en tiempo real, sin anticipo de lo que sucederá.
Para mí lo más magnético y propio del libro es la personalidad del yo narrativo que Hamsun crea; es decir, el personaje protagonista en sí mismo, que es la novela entera por otra parte, porque apenas cabe nada ni nadie más ahí, y es que todo lo que no sea él son accesorios que se suceden a su alrededor como fotografías pasadas muy rápido. He leído en algún sitio que la miseria del personaje no conmueve. Estoy totalmente de acuerdo en este punto, no hay intención por parte del autor de que el lector se apiade del protagonista, a pesar de que su desgracia no va sino en aumento. ¿Por qué sucede esto? En parte porque está narrado sin patetismo y con una sutil y cómica ironía de fondo. Por otro lado, el personaje es impulsivo, arrogante, idealista, apasionado, terco y desequilibrado, pero ninguno de estos atributos hacen que se haga pesado o antipático. En realidad, es más bien al contrario, o al menos lo fue en mi caso. Me despertó mucho cariño, y recuerdo haber leído el libro con la muy ligera esperanza de ver si le iban bien las cosas en algún momento. No despierta compasión porque no se rinde, porque no se compadece de sí mismo más que en cortas ráfagas y de forma ridícula, porque se recupera rápido y su orgullo prevalece sobre la más extrema miseria y le empuja siempre hacia adelante. Cuando lo lees sufres, sufres con su ilusión ingenua, con su inocencia, con sus sueños de grandeza, pues sabes que son fantasmagorías. Como ejemplo, os pongo un fragmento que me encanta, que encarna mejor que en ninguna otra parte el éxtasis fantasioso que vive un escritor cuando le sobreviene un momento de inspiración:
De repente se me ocurren un par de buenas frases para un esbozo, un folletín, hermosos golpes de suerte lingüístico que jamás se me habían ocurrido antes. Permanezco tumbado repitiendo esas palabras para mis adentros y las encuentro excelentes. Al cabo de un rato llegan otras; de repente estoy despejadísimo y me levanto a coger papel y lápiz de la mesa situada detrás de mi cama. Era como si una vena hubiera estallado dentro de mí, una palabra sigue a otra, ordenándose dentro de un contexto, creando situaciones; una escena sigue a otra, las acciones y los diálogos brotan en mi cerebro y me siento invadido por una maravillosa sensación de bienestar. Estoy escribiendo como poseso, llenando página tras página sin un momento de descanso. Las ideas me llegan tan repentinamente y siguen afluyendo en tal abundancia que pierdo infinidad de cosas secundarias porque no me da tiempo a anotarlas, aunque pongo todo mi empeño. Continúan desbordándome, estoy rebosante de materia y cada palabra que escribo se me pone en la boca.
¡Dura, bendito sea! ¡Lo que dura este maravilloso momento! Tengo sobre mis rodillas quince o veinte hojas escritas cuando por fin me detengo y dejo el lápiz. ¡Si esas hojas tenían algo de valor, ya estaba a salvo! Me levanto de la cama de un salto y me visto. Cada vez hay más claridad, ya casi puedo distinguir el edicto del Director General de Faros junto a la puerta, y cerca de la ventana hay ya tanta luz que podría escribir con cierto esfuerzo. En seguida me pongo a pasar a limpio mis notas.
De esas fantasías brota un denso vapor de luz y color; me quedo atónito ante tantas cosas buenas, unas detrás de otras, y me digo a mí mismo que es lo mejor que he leído jamás. Me vuelvo loco de satisfacción, la alegría me anima y me siento magníficamente repuesto de mis penas; sopeso en las manos mi escrito y sobre la marcha lo taso en unas cinco coronas. Nadie regatearía cinco coronas, todo lo contrario, se podría considerar una ganga conseguirlo por diez coronas, teniendo en cuenta la calidad de su contenido. [2]
Cuando el lector lee estas líneas, lo hace con una sonrisa amarga, porque siente que a nadie le va a importar el pequeño manuscrito y que, si acaso tiene algo de suerte, ese cielo que el protagonista ha tocado no le va a reportar más que cinco o seis días de tregua, que luego volverá a esa pobreza extrema tan perniciosa e insana. Aunque no hay duda de que el muchacho es inteligente, es también un desgraciado sin remedio, uno de esos “caballeros de la mala suerte”; está solo y, en parte, espoleado por las peculiaridades de su carácter orgulloso y distinguido que no ayudan, también aislado y desconectado de un mundo inamovible, pragmático, frío y cruel, en el que no hay lugar para él y él no termina de entender. Por eso al leer Hambre me venía a menudo a la memoria los comentarios de Nietzsche a propósito de Pandora y la Esperanza –última esencia que surgió de la terrible caja–. En contraposición a la lectura clásica, que considera la Esperanza como un remedio o bendición, el poeta-filósofo alemán veía en esa última mariposa el más terrible y desalmado de los males. Es decir, llevado al texto que aquí se presenta, la absurda perseverancia de un hombre que chapotea en el océano e intenta llegar a tierra en un mundo donde sólo hay océano. Aunque, a decir verdad, ahí reside también lo drásticamente hermoso del personaje: su orgullo, su energía, junto con esa sensibilidad casi infantil y los entrañables cambios de humor. Aquí otro buen ejemplo:
¡Dios mío, qué cosas se te ocurren!, pensé iracundo, ¡correr como un loco por las calles mojadas en medio de la noche! El hambre me roía intolerablemente las entrañas y no me dejaba ni un momento de sosiego. Una y otra vez tragaba saliva para intentar saciarme, y sentía algo de alivio. Ya hacía muchas semanas que la comida era escasa y había perdido mucha fuerza en los últimos tiempos. Cuando tenía suerte y conseguía cinco coronas gracias a alguna que otra maniobra, ese dinero no solía durar hasta que me restableciera del todo antes de que me llegara una nueva racha de hambre. Los más perjudicados eran mi espalda y mis hombros; el pequeño malestar que sentía en el pecho casi siempre podía calmarlo tosiendo fuerte o caminando muy encorvado; pero para la espalda y los hombros no había ningún remedio. ¿Por qué no mejoraba mi situación? ¿No tenía yo el mismo derecho a vivir que cualquier otro, como el anticuario Pascha o el consignario de buques Hennechen? ¿Acaso no tenía yo los hombros de un gigante y dos fuertes brazos para trabajar? ¿Y no había solicitado incluso un puesto de leñador en Mollergarten, con el fin de ganarme el pan de cada día? ¿Era un vago? ¿Acaso no había solicitado empleos, escuchado conferencias, escrito artículos para los periódicos, y leído y trabajado día y noche como un loco? ¿Y acaso no había vivido como un miserable, comido pan y bebido leche cuando tenía mucho dinero, nada más que pan cuando tenía poco y pasado hambre cuando no tenía nada? ¿Acaso vivía en hoteles, en una suite de la planta principal? No, vivía en un edificio ruinoso, en una hojalatería de la que Dios y los hombres habían huido a toda prisa el último invierno porque entraba la nieve. De modo que no entendía absolutamente nada.
Iba meditando todo esto y no había ni pizca de malicia, envidia o amargura en mi pensamiento.
Me detuve ante una droguería y miré el escaparate; intenté leer las etiquetas de un par de latas de conservas, pero estaba demasiado oscuro. Irritado conmigo mismo por esta nueva ocurrencia, y colérico y rabioso por no poder averiguar el contenido de esas latas, di un golpe en el cristal y proseguí mi camino. En lo alto de la calle divisé a un policía, apresuré el paso, me acerqué a él y dije sin motivo alguno:
Son las diez.
No, son las dos, contestó extrañado.
No, son las diez, dije, son las diez horas.
Furioso, di un par de pasos más, cerré el puño y dije:
Oiga usted, son las diez.
Meditó un instante, me escrutó de arriba abajo y se me quedó mirando estupefacto. Finalmente dijo con dulzura:
De todos modos, es hora de que se vaya a su casa. ¿Quiere que lo acompañe?
Esa amabilidad me desarmó: sentí que las lágrimas me arrasaban los ojos y me apresuré a responder:
¡Gracias! No hace falta. Se me ha hecho muy tarde, he estado en un café. Se lo agradezco mucho.
Se llevó la mano al casco cuando me marché. Su amabilidad me había abrumado y lloré por no tener cinco coronas para darle. Me detuve a mirar cómo desaparecía lentamente, me golpeé la frente y lloré cada vez más fuerte conforme se alejaba. Me insulté por mi pobreza, me puse unos cuantos apodos, inventé nombres ofensivos, ingeniosos hallazgos de groseros insultos que lancé contra mí mismo. Así continué hasta mi casa. Al llegar a la puerta de la calle descubrí que había perdido las llaves. [2]
He leído también en alguna crítica que el protagonista padece esquizofrenia. Esto quizá pueda ser cierto, aunque a mí no me lo parece, o no lo veo tan evidente. Es muy excéntrico y hay momentos de fuerte desvarío, pero bien pueden considerarse como efecto de la malnutrición, de la enfermedad, de la debilidad por no haber comido o bebido durante horas o días. Etiquetarlo de loco se me antoja impropio, o que desvía la atención, y creo que muchas personas pueden identificarse con cómo el personaje vive, siente e incluso piensa el mundo que sucede ante sus ojos y las experiencias que le acontecen. En mi opinión –y decir esto es arriesgado porque esta es la única obra de Hamsun que he leído–, hay mucho del autor en él. Sí que es un hombre bien peculiar, frágil, de esos que son frágiles y fuertes al mismo tiempo, con mucho mundo interior, fantasioso, con tendencia a divagar, que no encaja, personalísimo, independiente, intelectual, mas con dificultades para entender el mundo en el que vive; inocente e infantil. Es esa misma inocencia lo que lo saca del mundo, lo convierte en un extraño, lo aisla y condena a la miseria porque hace de él un hombre nada pragmático en un mundo donde el pragmático es el que engorda y se acomoda.

No sé si Hamsun pensó en el “hambre” como algo más que la mera necesidad de alimento. A mí me parece que el protagonista tiene “hambre”, mucha, pero no solo en el sentido literal, y tampoco en lo referente al éxito social o profesional, sino cierto hambre existencial, ganas de “ser”, de alcanzar plenitud o dignidad en la vida, un hueco, un sitio donde sentirse cómodo, comprendido, encontrar su lugar, el lugar al que pertenece y donde encaja una persona que, en su estado actual, no podría encontrarse más desarraigada; y no deja de luchar por ello, a pesar de que todo se lo niega y se conjura para quitarle la razón. Por ese motivo la novela también despertó en mí el difuminado recuerdo de El Proceso de Kafka, en el sentido de que la sociedad, la ciudad alrededor del personaje, es un entramado, un mecanismo que en su propia naturaleza se opone directamente a dicha realización y condena al individuo a la insignificancia, al ninguneo, a desaparecer en el vientre de un gigante que, por inconmensurable, no se ve, del que no se puede salir, y del que se sabe que no va a cambiar. Cabe decir que, a diferencia de la novela kafkiana, aquí, al menos, se respira un aire más fresco, mucho menos gris, la terrible espiral no se hunde en sí misma, sino que se extiende hacia al futuro y no se cierra del todo la posibilidad de que la suerte pueda, en algún momento, cambiar a mejor. De todas formas, hay quien lee en Hambre una crítica a la sociedad, aunque yo no la veo, o es que la sociedad no deja de ser solo vulgar y demasiado vasta (en tamaño), normal; los modelos benevolentes aparecen con tanta frecuencia como los no benevolentes. Es el mismo personaje quien, por su compleja personalidad, se labra su infortunio y se impide a sí mismo salir de él. La sociedad nos llega a través de sus ojos: poco y demasiado distorsionada; y no se ve más que neutral, simple, no interesada, dura, arbitraria, casual. Pero no es una crítica, es que las cosas son así.

Por último quiero destacar el estilo ágil, versátil y seductor de Hamsun. Es la palabra de un talento que se expresa por derecho propio, parece que el autor hable y cree literatura sin esfuerzo, como si hubiese nacido con la palabra “escritor” grabada en la frente. Uno lee Hambre y se asombra al contemplar como un premio novel de literatura se salta a la torera las reglas de los manuales de estilo que dictan “cómo se debe escribir bien”. Lo que él piensa es ya literatura, sale como literatura, no le hace falta consultar con nadie, su expresión crea reglas ad-hoc que son cien veces válidas para él, para su libro, y para nadie más. Hamsun es atrevido y confiado en su escritura, utiliza la puntuación como le apetece, mezcla tiempos verbales, es impreciso a voluntad, confunde diálogo con narración o con pensamientos, y todo ello sin detrimento alguno para la lectura de una obra singular y genial.