El Hambre de Hamsun

Cuando conozco a una persona que me resulta interesante tengo la costumbre de pedirle que me recomiende un libro –o bien una película– que le haya gustado. No que sepa que de su calidad por referencias, sino que realmente sea especial para él o ella, sin que tenga que ser el mejor o la mejor en su lista personal. Creo que esta es una de mis costumbres que podría definir como “buena”, pues me ha permitido descubrir obras estupendas que, además, se asocian a la persona que la recomienda y crean un vínculo particular en mi memoria. Hambre, de Knut Hamsun [1], fue todo un hallazgo que le debo a una amiga, profesora de Filología Inglesa y Alemana. Ya hace muchos años de esto, pero me dijo algo así como: “si con El perfume te parecía olerlo todo, con este libro pasarás hambre…”.

Autorretrato. El caminante nocturno. Obra de Edvard Munch, también noruego y contemporáneo a Hamsun
Autorretrato. El caminante nocturno. Obra de Edvard Munch, también noruego y contemporáneo a Hamsun

No pasé hambre, pero el libro me fascinó desde el primer momento. Para mí es, sin duda, una obra de arte de la literatura con mayúsculas. Está escrito de forma sencilla, sin alardes ni retórica, con el lenguaje que uno utiliza cuando habla consigo mismo. Aun a pesar de tal cercanía, lo primero que pensé es que nunca había leído nada igual. Hambre trata sobre un hombre que sobrevive como puede en las calles de Christiania, la antigua ciudad de Oslo. De él no sabemos apenas nada, ni el nombre; que es joven, escritor, pobre y está solo. A partir de ahí, simplemente somos testigos de la crudeza a la que se enfrenta en su vida cotidiana y de cómo se las apaña para aguantar un día más, mientras el hambre y la necesidad van haciendo menoscabo de forma inexorable en su salud mental y física. Él mismo es el narrador, así que desde la primera línea nos ponemos tras sus ojos y vivimos con él sus experiencias y emociones en tiempo real, sin anticipo de lo que sucederá.

Para mí lo más magnético y propio del libro es la personalidad del yo narrativo que Hamsun crea; es decir, el personaje protagonista en sí mismo, que es la novela entera por otra parte, porque apenas cabe nada ni nadie más ahí, y es que todo lo que no sea él son accesorios que se suceden a su alrededor como fotografías pasadas muy rápido. He leído en algún sitio que la miseria del personaje no conmueve. Estoy totalmente de acuerdo en este punto, no hay intención por parte del autor de que el lector se apiade del protagonista, a pesar de que su desgracia no va sino en aumento. ¿Por qué sucede esto? En parte porque está narrado sin patetismo y con una sutil y cómica ironía de fondo. Por otro lado, el personaje es impulsivo, arrogante, idealista, apasionado, terco y desequilibrado, pero ninguno de estos atributos hacen que se haga pesado o antipático. En realidad, es más bien al contrario, o al menos lo fue en mi caso. Me despertó mucho cariño, y recuerdo haber leído el libro con la muy ligera esperanza de ver si le iban bien las cosas en algún momento. No despierta compasión porque no se rinde, porque no se compadece de sí mismo más que en cortas ráfagas y de forma ridícula, porque se recupera rápido y su orgullo prevalece sobre la más extrema miseria y le empuja siempre hacia adelante. Cuando lo lees sufres, sufres con su ilusión ingenua, con su inocencia, con sus sueños de grandeza, pues sabes que son fantasmagorías. Como ejemplo, os pongo un fragmento que me encanta, que encarna mejor que en ninguna otra parte el éxtasis fantasioso que vive un escritor cuando le sobreviene un momento de inspiración:

De repente se me ocurren un par de buenas frases para un esbozo, un folletín, hermosos golpes de suerte lingüístico que jamás se me habían ocurrido antes. Permanezco tumbado repitiendo esas palabras para mis adentros y las encuentro excelentes. Al cabo de un rato llegan otras; de repente estoy despejadísimo y me levanto a coger papel y lápiz de la mesa situada detrás de mi cama. Era como si una vena hubiera estallado dentro de mí, una palabra sigue a otra, ordenándose dentro de un contexto, creando situaciones; una escena sigue a otra, las acciones y los diálogos brotan en mi cerebro y me siento invadido por una maravillosa sensación de bienestar. Estoy escribiendo como poseso, llenando página tras página sin un momento de descanso. Las ideas me llegan tan repentinamente y siguen afluyendo en tal abundancia que pierdo infinidad de cosas secundarias porque no me da tiempo a anotarlas, aunque pongo todo mi empeño. Continúan desbordándome, estoy rebosante de materia y cada palabra que escribo se me pone en la boca.

¡Dura, bendito sea! ¡Lo que dura este maravilloso momento! Tengo sobre mis rodillas quince o veinte hojas escritas cuando por fin me detengo y dejo el lápiz. ¡Si esas hojas tenían algo de valor, ya estaba a salvo! Me levanto de la cama de un salto y me visto. Cada vez hay más claridad, ya casi puedo distinguir el edicto del Director General de Faros junto a la puerta, y cerca de la ventana hay ya tanta luz que podría escribir con cierto esfuerzo. En seguida me pongo a pasar a limpio mis notas.

De esas fantasías brota un denso vapor de luz y color; me quedo atónito ante tantas cosas buenas, unas detrás de otras, y me digo a mí mismo que es lo mejor que he leído jamás. Me vuelvo loco de satisfacción, la alegría me anima y me siento magníficamente repuesto de mis penas; sopeso en las manos mi escrito y sobre la marcha lo taso en unas cinco coronas. Nadie regatearía cinco coronas, todo lo contrario, se podría considerar una ganga conseguirlo por diez coronas, teniendo en cuenta la calidad de su contenido. [2]

Cuando el lector lee estas líneas, lo hace con una sonrisa amarga, porque siente que a nadie le va a importar el pequeño manuscrito y que, si acaso tiene algo de suerte, ese cielo que el protagonista ha tocado no le va a reportar más que cinco o seis días de tregua, que luego volverá a esa pobreza extrema tan perniciosa e insana. Aunque no hay duda de que el muchacho es inteligente, es también un desgraciado sin remedio, uno de esos “caballeros de la mala suerte”; está solo y, en parte, espoleado por las peculiaridades de su carácter orgulloso y distinguido que no ayudan, también aislado y desconectado de un mundo inamovible, pragmático, frío y cruel, en el que no hay lugar para él y él no termina de entender. Por eso al leer Hambre me venía a menudo a la memoria los comentarios de Nietzsche a propósito de Pandora y la Esperanza –última esencia que surgió de la terrible caja–. En contraposición a la lectura clásica, que considera la Esperanza como un remedio o bendición, el poeta-filósofo alemán veía en esa última mariposa el más terrible y desalmado de los males. Es decir, llevado al texto que aquí se presenta, la absurda perseverancia de un hombre que chapotea en el océano e intenta llegar a tierra en un mundo donde sólo hay océano. Aunque, a decir verdad, ahí reside también lo drásticamente hermoso del personaje: su orgullo, su energía, junto con esa sensibilidad casi infantil y los entrañables cambios de humor. Aquí otro buen ejemplo:

¡Dios mío, qué cosas se te ocurren!, pensé iracundo, ¡correr como un loco por las calles mojadas en medio de la noche! El hambre me roía intolerablemente las entrañas y no me dejaba ni un momento de sosiego. Una y otra vez tragaba saliva para intentar saciarme, y sentía algo de alivio. Ya hacía muchas semanas que la comida era escasa y había perdido mucha fuerza en los últimos tiempos. Cuando tenía suerte y conseguía cinco coronas gracias a alguna que otra maniobra, ese dinero no solía durar hasta que me restableciera del todo antes de que me llegara una nueva racha de hambre. Los más perjudicados eran mi espalda y mis hombros; el pequeño malestar que sentía en el pecho casi siempre podía calmarlo tosiendo fuerte o caminando muy encorvado; pero para la espalda y los hombros no había ningún remedio. ¿Por qué no mejoraba mi situación? ¿No tenía yo el mismo derecho a vivir que cualquier otro, como el anticuario Pascha o el consignario de buques Hennechen? ¿Acaso no tenía yo los hombros de un gigante y dos fuertes brazos para trabajar? ¿Y no había solicitado incluso un puesto de leñador en Mollergarten, con el fin de ganarme el pan de cada día? ¿Era un vago? ¿Acaso no había solicitado empleos, escuchado conferencias, escrito artículos para los periódicos, y leído y trabajado día y noche como un loco? ¿Y acaso no había vivido como un miserable, comido pan y bebido leche cuando tenía mucho dinero, nada más que pan cuando tenía poco y pasado hambre cuando no tenía nada? ¿Acaso vivía en hoteles, en una suite de la planta principal? No, vivía en un edificio ruinoso, en una hojalatería de la que Dios y los hombres habían huido a toda prisa el último invierno porque entraba la nieve. De modo que no entendía absolutamente nada.

Iba meditando todo esto y no había ni pizca de malicia, envidia o amargura en mi pensamiento.

Me detuve ante una droguería y miré el escaparate; intenté leer las etiquetas de un par de latas de conservas, pero estaba demasiado oscuro. Irritado conmigo mismo por esta nueva ocurrencia, y colérico y rabioso por no poder averiguar el contenido de esas latas, di un golpe en el cristal y proseguí mi camino. En lo alto de la calle divisé a un policía, apresuré el paso, me acerqué a él y dije sin motivo alguno:

Son las diez.

No, son las dos, contestó extrañado.

No, son las diez, dije, son las diez horas.

Furioso, di un par de pasos más, cerré el puño y dije:

Oiga usted, son las diez.

Meditó un instante, me escrutó de arriba abajo y se me quedó mirando estupefacto. Finalmente dijo con dulzura:

De todos modos, es hora de que se vaya a su casa. ¿Quiere que lo acompañe?

Esa amabilidad me desarmó: sentí que las lágrimas me arrasaban los ojos y me apresuré a responder:

¡Gracias! No hace falta. Se me ha hecho muy tarde, he estado en un café. Se lo agradezco mucho.

Se llevó la mano al casco cuando me marché. Su amabilidad me había abrumado y lloré por no tener cinco coronas para darle. Me detuve a mirar cómo desaparecía lentamente, me golpeé la frente y lloré cada vez más fuerte conforme se alejaba. Me insulté por mi pobreza, me puse unos cuantos apodos, inventé nombres ofensivos, ingeniosos hallazgos de groseros insultos que lancé contra mí mismo. Así continué hasta mi casa. Al llegar a la puerta de la calle descubrí que había perdido las llaves. [2]

He leído también en alguna crítica que el protagonista padece esquizofrenia. Esto quizá pueda ser cierto, aunque a mí no me lo parece, o no lo veo tan evidente. Es muy excéntrico y hay momentos de fuerte desvarío, pero bien pueden considerarse como efecto de la malnutrición, de la enfermedad, de la debilidad por no haber comido o bebido durante horas o días. Etiquetarlo de loco se me antoja impropio, o que desvía la atención, y creo que muchas personas pueden identificarse con cómo el personaje vive, siente e incluso piensa el mundo que sucede ante sus ojos y las experiencias que le acontecen. En mi opinión –y decir esto es arriesgado porque esta es la única obra de Hamsun que he leído–, hay mucho del autor en él. Sí que es un hombre bien peculiar, frágil, de esos que son frágiles y fuertes al mismo tiempo, con mucho mundo interior, fantasioso, con tendencia a divagar, que no encaja, personalísimo, independiente, intelectual, mas con dificultades para entender el mundo en el que vive; inocente e infantil. Es esa misma inocencia lo que lo saca del mundo, lo convierte en un extraño, lo aisla y condena a la miseria porque hace de él un hombre nada pragmático en un mundo donde el pragmático es el que engorda y se acomoda.

Christiania. Fuente: Carl Johans Gade med Slottet
Christiania. Fuente: Carl Johans Gade med Slottet

No sé si Hamsun pensó en el “hambre” como algo más que la mera necesidad de alimento. A mí me parece que el protagonista tiene “hambre”, mucha, pero no solo en el sentido literal, y tampoco en lo referente al éxito social o profesional, sino cierto hambre existencial, ganas de “ser”, de alcanzar plenitud o dignidad en la vida, un hueco, un sitio donde sentirse cómodo, comprendido, encontrar su lugar, el lugar al que pertenece y donde encaja una persona que, en su estado actual, no podría encontrarse más desarraigada; y no deja de luchar por ello, a pesar de que todo se lo niega y se conjura para quitarle la razón. Por ese motivo la novela también despertó en mí el difuminado recuerdo de El Proceso de Kafka, en el sentido de que la sociedad, la ciudad alrededor del personaje, es un entramado, un mecanismo que en su propia naturaleza se opone directamente a dicha realización y condena al individuo a la insignificancia, al ninguneo, a desaparecer en el vientre de un gigante que, por inconmensurable, no se ve, del que no se puede salir, y del que se sabe que no va a cambiar. Cabe decir que, a diferencia de la novela kafkiana, aquí, al menos, se respira un aire más fresco, mucho menos gris, la terrible espiral no se hunde en sí misma, sino que se extiende hacia al futuro y no se cierra del todo la posibilidad de que la suerte pueda, en algún momento, cambiar a mejor. De todas formas, hay quien lee en Hambre una crítica a la sociedad, aunque yo no la veo, o es que la sociedad no deja de ser solo vulgar y demasiado vasta (en tamaño), normal; los modelos benevolentes aparecen con tanta frecuencia como los no benevolentes. Es el mismo personaje quien, por su compleja personalidad, se labra su infortunio y se impide a sí mismo salir de él. La sociedad nos llega a través de sus ojos: poco y demasiado distorsionada; y no se ve más que neutral, simple, no interesada, dura, arbitraria, casual. Pero no es una crítica, es que las cosas son así.

Knut Hamsun de joven. Fuente: http://blog.bookstellyouwhy.com/norwegian-nobel-winner-knut-hamsun
Knut Hamsun de joven. Fuente: http://blog.bookstellyouwhy.com/norwegian-nobel-winner-knut-hamsun

Por último quiero destacar el estilo ágil, versátil y seductor de Hamsun. Es la palabra de un talento que se expresa por derecho propio, parece que el autor hable y cree literatura sin esfuerzo, como si hubiese nacido con la palabra “escritor” grabada en la frente. Uno lee Hambre y se asombra al contemplar como un premio novel de literatura se salta a la torera las reglas de los manuales de estilo que dictan “cómo se debe escribir bien”. Lo que él piensa es ya literatura, sale como literatura, no le hace falta consultar con nadie, su expresión crea reglas ad-hoc que son cien veces válidas para él, para su libro, y para nadie más. Hamsun es atrevido y confiado en su escritura, utiliza la puntuación como le apetece, mezcla tiempos verbales, es impreciso a voluntad, confunde diálogo con narración o con pensamientos, y todo ello sin detrimento alguno para la lectura de una obra singular y genial.

[1] Más sobre Hamsun y sus obras…

[2] Hambre (2ª ED), Knut HAMSUN, Ediciones de la Torre, 2010, Biblioteca Nórdica. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

La soledad de Safo

Safo de Mitilene, o Safo de Lesbos, fue una brillante poetisa griega que vivió por el lejano siglo VI a. C. Hoy en día su nombre ha trascendido en la cultura popular por ser el origen de la palabra lesbianismo, o bien lesbiana o lésbico, en parte debido al amor y admiración que profesaba por sus discípulas, en parte por la sensualidad de sus versos. Lo que es una lástima es que la poesía de Safo, o al menos la que se conserva, no sea apenas conocida por tantos de aquellos y aquellas que a menudo la mencionan. Pero su calidad es excepcional, no en vano Platón la llamó “la décima musa”.

In The Days Of Sappho, 1904, de J.W. Godward
In The Days Of Sappho, 1904, de J.W. Godward*

Escoger a Safo para la primera entrada del blog no es arbitrario. Safo representa a la perfección el “máximo de expresión subjetiva” que mencioné en el post introductorio. Obra y autor son aquí indivisibles, y su valoración conjunta resulta explosiva. La poesía de Safo es breve y sencilla, pero sugerente y bella, además de atemporal (al menos cuando no habla sobre dioses o a los dioses). Con pocas palabras es capaz de transmitir emociones que el lector casi puede palpar, amén de sentirse conmovido al instante. Veamos un ejemplo:

Ya se ocultó la luna
y las Pléyades
Es medianoche,
el tiempo pasa,
y yo duermo sola.

Me he atrevido con una adaptación propia basada en varias traducciones. Sobre este poema se pueden leer otras versiones y un interesante análisis en [1]. Lo importante es que con apenas cinco versos la imaginación del lector vuela. Es fácil visualizar a la poetisa en su alcoba, desvelada, en una noche despejada de cielo estrellado, con el clima suave y agradable propio de las islas mediterráneas. En tal idílico escenario, el lector empatiza con el humor melancólico de Safo, con su tristeza. Quizá la poetisa percibe que los años de juventud pasan mientras asume la soledad a la que le ha conducido el destino o bien las decisiones tomadas en el pasado. En su lamento no hay un exceso de pathos, hay una resignación madura, así como una honda necesidad de contacto humano. Por si no es suficiente, el poema es seductor y rebosa erotismo.

Las Pléyades. Imagen compuesta en color por el Digitized Sky Survey.
Las Pléyades. Imagen compuesta en color por el Digitized Sky Survey.

Lo bueno de leer distintos textos del mismo autor es que se lo conoce mejor al analizarlos transversalmente: la personalidad, las obsesiones, los rasgos del carácter. En el caso de Safo es una suerte, pues descubrir a la persona incrementa la fuerza de los versos. Safo tiene un estilo honesto, directo y claro, que parece emanar del propio ser. Incluso cuando describe un sentimiento tan visceral como los celos, no proyecta ira, odio o rencor, sino que vuelve a mostrar un dolor profundo acompañado por idéntica resignación ante el destino.

Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha
mientras dulcemente le hablas
y encantadora sonríes.
Lo cual, te juro, el corazón
en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces
no puedo decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre bajo la piel,
por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor
y toda entera me estremezco,
más que la hierba pálida estoy,
y apenas distante de la muerte me siento,
infeliz. [2]

Y Safo se rinde ante lo que es natural en esta vida sin mostrar un ápice de resentimiento. La sensibilidad de la poetisa queda aquí otra vez bien patente, pero la comprensión en el dolor, la coherencia y sabiduría transmitidas resultan más sorprendentes incluso. Hay constancia de que Safo fue una mujer que destacó también por su belleza física. Si a eso sumamos grandeza de carácter, humanidad y sensualidad, no hay duda de que Safo debió ser una mujer impresionante.

A pesar de que Safo es muy femenina en su estilo, leyéndola uno se olvida de las tan de moda discusiones sobre gender en la cultura y el arte. Con ella simplemente se disfruta del artista y se le observa como una personalidad única con una fuerza expresiva que sobrecoge.

[1] Más sobre un poema de Safo. (Un ejercicio de traducción al alimón)

[2] Antología de la Literatura Griega. Carlos García Gual y Antonio Guzmán. Clásicos de Grecia y Roma, Alianza Editorial.

*El autor del cuadro es John William Godward, un pintor inglés de estilo neoclásico victoriano, muy dado a pintar mujeres pertenecientes a las antiguas Roma y Grecia. Quizá por nacer en el tiempo equivocado no es un artista muy conocido, pero su obra bien merece un buen visionado. Se quitó la vida en 1922 a los 61 años; como explicación, en la nota de suicidio escribió: «el mundo no es bastante grande para mí y un Picasso». Más sobre J.W.Godward

Introducción: inspiración contra impacto

En Marzo de 2009 –si no me falla la memoria– tuve una de las experiencias más entretenidas que recuerdo. De forma espontánea decidí irme una semana a Nueva York a visitar a cierta persona. Marché sin ningún tipo de previsión o expectativa, con la alegría despreocupada del que se siente satisfecho con la aventura en sí y con ver “qué le deparará el futuro próximo”. Allí, gracias en gran medida a mi anfitriona, disfruté de cosas tan dispares como, por ejemplo, jugar a baloncesto en una cancha callejera en pleno Brooklyn, dejarme hechizar por auténtico jazz en un subterráneo de Little Italy, o asistir a una clase de filosofía sobre escolástica en la Universidad.

Estas y otras experiencias me dieron buen material para pensar y escribir. Recuerdo estar sentado en una banco de la biblioteca pública de Nueva York, libreta y bolígrafo en mano, mis ojos fijos en el elegante logotipo de la biblioteca: una cabeza de león. Venía de visitar el MoMA por la mañana, e intentaba asimilar y descifrar las impresiones recibidas, los innumerables estímulos que me quemaban por dentro. Estaba más que impactado por lo visto en el museo, y eso que mi predisposición antes había sido, cuanto menos, escéptica. Pero puedo decir que durante mi visita al MoMA tuve una reacción que, exagerando un poco, quedó próxima a lo de Stendhal; ya sabéis, el síndrome de uno que enferma de puro placer estético.

Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York
Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York

Quizá fueron las tortitas con sirope de arce del desayuno, o que en general estaba bastante excitado de por sí, o que arrastraba la ebriedad del cansancio viajero, pero de lo que no dudaba en ese momento era de que tal reacción había sido un reconocimiento a la calidad del arte presenciado. Es decir, las obras de arte –o algunas, al menos– me habían cautivado por su calidad natural, su fuerza propia y no convenida, sin necesidad de entender o educar mi gusto, y en un proceso puramente irracional. Cuando me pregunté a mí mismo: “¿Qué sensación te produce? ¿Cómo explicas tu reacción?”; la respuesta vino de inmediato: “inspiración”. Es decir, una buena obra de arte me inspira.

Creo que aburrí un poco a mi anfitriona preguntándole que me definiese qué era para ella el arte, o qué había aprendido que era. Mi amiga trabajaba entonces como profesora de filosofía, por lo tanto una opinión nada desdeñable. Y creo que intentó responder, y lo hizo muy bien, aunque me advirtió que su especialidad era la Lógica y no la Estética. Yo buscaba profundizar en preguntas del tipo: ¿qué es el arte? ¿Cómo se define el valor artístico? ¿Es la calidad artística un simple convenio social o hay algo más? ¿Solo se entiende desde un nicho cultural o social, o puede trascender fronteras en el espacio y en el tiempo? ¿Son los clásicos un engaño perpetrado por viejos académicos, nostálgicos del pasado incapaces de adaptarse a lo moderno? Por primera vez, creí tener una respuesta con cierto carácter absoluto: el arte de calidad inspira al público.

Algún tiempo después, en la televisión española vi cómo presentaban una nueva galería de pintura. Se entrevistaba a una artista, que no tengo ni idea de quién era, pero sí recuerdo que tenía el pelo teñido de un rojo estridente. La mujer vino a decir, con sus palabras y gestos más propios, que todo arte debe “escandalizar” (justo de ese término me acuerdo). Entiendo que con ello defendía que, si en una obra no hay una denuncia política o social, si no rompe una neblina acomodada en los ojos de los conciudadanos, si no conmueve y provoca un deseo de cambio sobre un entorno injusto, entonces, esa es una obra inútil y carece de valor fáctico. Pero esta reflexión está en las antípodas de lo que yo concibo como arte. Siempre he pensado que el arte no tiene necesidad de ser “útil” y que, cuando el objetivo principal es la manipulación de los sentimientos e ideas, eso es entonces arte menor. En otras palabras: propaganda. El arte es –para mí al menos– la creación de un artista que busca un máximo de expresión subjetiva; es decir, proyectado de dentro hacia fuera, íntimo por necesidad, sutil, estético y armónico, incluso cuando trata temas como la crueldad, la muerte, la injusticia o el asesinato. Puede tener un impacto social, pero debido a que los temas sociales estén presentes con fuerza en la subjetividad e inquietud del autor, no porque pretenda, como primer objetivo y de forma consciente, provocar o convencer.

En Octubre de 2010 viajé a Bilbao por motivos de trabajo, en concreto para asistir a un congreso científico. Una sucesión de presentaciones soporíferas incitó mi espantada temporal del evento, así que aproveché para visitar el Guggenheim por segunda vez en mi vida. Un gato enorme hecho de flores me recibió en la entrada; cosa que me divirtió, porque me gustan mucho los gatos (aunque al final resultó ser un perrito). En el interior había varias exposiciones que compartían un punto en común: todas ellas consistían en elementos visuales a gran escala. Por ejemplo, una habitación blanca con un cañón escupiendo pintura roja por todas partes –el impacto repentino de tanto rojo, y solo rojo, era innegable–. Otro ejemplo: una nave enorme con muros de metal herrumbroso definiendo curvas y formas geométricas que se convertían en improvisados pasillos para el visitante. Y más cosas en el mismo estilo en lo referente a grandes dimensiones.

Puppy, de Jeff Koons, en el Museo Guggenheim, Bilbao
Puppy, de Jeff Koons, en el Museo Guggenheim, Bilbao

Normalmente, aunque sé que es imposible, intento liberarme de prejuicios antes de enfrentarme a obras artísticas –en realidad, también sirve para cualquier situación de la vida cotidiana–. Luego analizo mis sentimientos desnudos: “¿Te ha gustado? ¿Sí? ¿No?”. Al cabo, intento racionalizar: “¿Por qué?”. Me di cuenta de que sí, en efecto me había gustado. ¿Por qué? Porque me había impresionado, porque era inesperado y no estaba acostumbrado a ver cosas así. Pero también me di cuenta de que una silla de diez metros de altura en medio de la montaña o un patito de goma del tamaño de un buque en la playa me hubiesen causado la misma sensación. ¿Es esto arte de calidad pues? Cualquier cosa que no estemos acostumbrados a ver causa un impacto inmediato al que le acompaña cierta fascinación, pero es poco probable que perduren tales sensaciones si vemos ese objeto varias veces. Si eso es arte de calidad, la calidad le viene simplemente de desafiar la normalidad; y, aunque tampoco es que sea relevante para la discusión, es injusto, pues no todo el mundo cuenta con el permiso y los fondos para poner un gato gigantesco en medio de la calle. El impacto, y por extensión la calidad, ya no es una cuestión de creatividad o expresividad, sino de medios.

Lo mismo pasa con cierta música, libros y películas, obras que pueden ser alabadas en su momento porque presentan algo nuevo y “rompen” con las expectativas del público; a algunas de ellas se les sigue venerando después cual reliquias almacenadas en vitrinas polvorientas, aunque en realidad hayan perdido la esencia porque “ya no sorprenden”. A quién no le ha pasado: sentirse perplejo e incluso tonto después de ver o leer un clásico que no le sugiere nada especial, no le da frío ni calor, e incluso le aburre. Puede ser por falta de conexión entre la obra y el espectador, no es de extrañar, pero puede ser también por el motivo descrito. Por otra parte, no siempre sucede así, hay clásicos que son atemporales, no pasan de moda y siguen fascinando al espectador, que repite, vuelve una y otra vez, y siente que sus sentimientos hacia la obra evolucionan pero rara vez degeneran en aborrecimiento.

En absoluto soy el primero en criticar la impertinente necesidad de originalidad e impacto en el arte, que se convierte en una conditio sine qua non que ahoga la creatividad del artista y maleduca al espectador, quien se vuelve un adicto ansioso del “choque” y de “lo nuevo”. El arte es entonces como esas películas de terror que buscan el susto fácil, aunque no tenga sentido, porque la película será buena según “lo mucho que asuste”.

Así que pongo “el inspirar” muy por delante o imprescindible frente al mero “causar impacto” cuando hay que valorar el arte. Ciñéndonos al ámbito de la literatura, de eso va este blog, de “arte que inspira”, de compartir textos antiguos que han caído un poco en el olvido pero que tienen una calidad que salta sola en nuestros ojos y nos transmite fuertes sensaciones estéticas. Sensaciones que hacen que el mundo adquiera, de repente, profundidad y matices; sensaciones que tal vez están ausentes en gran parte de los productos audiovisuales que se consumen hoy de forma masiva. Muchos de ellos, que no todos, son carne sin alma. Aunque nos pueda gustar el fastfood, estoy convencido de que no todos los paladares están atrofiados de tanta comida blanda y preprocesada, sino que todavía se conserva la sensibilidad para disfrutar de sabores más sutiles. Quizá es que se abre la boca exclusivamente hacia el mañana porque los vendedores nos distraen, nos hacen creer que todo lo de ayer está caducado, y así ganan dinero mientras se condena lo sublime al olvido.

Esta no es más que una opinión amateur, puesta de forma espartana en la labor de defender mi gusto (con treinta y pico me he dado cuenta de que soy un hedonista en toda regla). Y es que me sorprendo cada vez más veces en la siguiente situación: que lo que al resto del público le entusiasma a mí me parece absurdo, plano y vacío; mientras que lo que me fascina, interesa a pocos. Será que ya no soy tan joven. Vamos a ver pues si los textos escogidos os dejan o no indiferentes.