La soledad de Safo

Safo de Mitilene, o Safo de Lesbos, fue una brillante poetisa griega que vivió por el lejano siglo VI a. C. Hoy en día su nombre ha trascendido en la cultura popular por ser el origen de la palabra lesbianismo, o bien lesbiana o lésbico, en parte debido al amor y admiración que profesaba por sus discípulas, en parte por la sensualidad de sus versos. Lo que es una lástima es que la poesía de Safo, o al menos la que se conserva, no sea apenas conocida por tantos de aquellos y aquellas que a menudo la mencionan. Pero su calidad es excepcional, no en vano Platón la llamó “la décima musa”.

In The Days Of Sappho, 1904, de J.W. Godward
In The Days Of Sappho, 1904, de J.W. Godward*

Escoger a Safo para la primera entrada del blog no es arbitrario. Safo representa a la perfección el “máximo de expresión subjetiva” que mencioné en el post introductorio. Obra y autor son aquí indivisibles, y su valoración conjunta resulta explosiva. La poesía de Safo es breve y sencilla, pero sugerente y bella, además de atemporal (al menos cuando no habla sobre dioses o a los dioses). Con pocas palabras es capaz de transmitir emociones que el lector casi puede palpar, amén de sentirse conmovido al instante. Veamos un ejemplo:

Ya se ocultó la luna
y las Pléyades
Es medianoche,
el tiempo pasa,
y yo duermo sola.

Me he atrevido con una adaptación propia basada en varias traducciones. Sobre este poema se pueden leer otras versiones y un interesante análisis en [1]. Lo importante es que con apenas cinco versos la imaginación del lector vuela. Es fácil visualizar a la poetisa en su alcoba, desvelada, en una noche despejada de cielo estrellado, con el clima suave y agradable propio de las islas mediterráneas. En tal idílico escenario, el lector empatiza con el humor melancólico de Safo, con su tristeza. Quizá la poetisa percibe que los años de juventud pasan mientras asume la soledad a la que le ha conducido el destino o bien las decisiones tomadas en el pasado. En su lamento no hay un exceso de pathos, hay una resignación madura, así como una honda necesidad de contacto humano. Por si no es suficiente, el poema es seductor y rebosa erotismo.

Las Pléyades. Imagen compuesta en color por el Digitized Sky Survey.
Las Pléyades. Imagen compuesta en color por el Digitized Sky Survey.

Lo bueno de leer distintos textos del mismo autor es que se lo conoce mejor al analizarlos transversalmente: la personalidad, las obsesiones, los rasgos del carácter. En el caso de Safo es una suerte, pues descubrir a la persona incrementa la fuerza de los versos. Safo tiene un estilo honesto, directo y claro, que parece emanar del propio ser. Incluso cuando describe un sentimiento tan visceral como los celos, no proyecta ira, odio o rencor, sino que vuelve a mostrar un dolor profundo acompañado por idéntica resignación ante el destino.

Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha
mientras dulcemente le hablas
y encantadora sonríes.
Lo cual, te juro, el corazón
en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces
no puedo decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre bajo la piel,
por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor
y toda entera me estremezco,
más que la hierba pálida estoy,
y apenas distante de la muerte me siento,
infeliz. [2]

Y Safo se rinde ante lo que es natural en esta vida sin mostrar un ápice de resentimiento. La sensibilidad de la poetisa queda aquí otra vez bien patente, pero la comprensión en el dolor, la coherencia y sabiduría transmitidas resultan más sorprendentes incluso. Hay constancia de que Safo fue una mujer que destacó también por su belleza física. Si a eso sumamos grandeza de carácter, humanidad y sensualidad, no hay duda de que Safo debió ser una mujer impresionante.

A pesar de que Safo es muy femenina en su estilo, leyéndola uno se olvida de las tan de moda discusiones sobre gender en la cultura y el arte. Con ella simplemente se disfruta del artista y se le observa como una personalidad única con una fuerza expresiva que sobrecoge.

[1] Más sobre un poema de Safo. (Un ejercicio de traducción al alimón)

[2] Antología de la Literatura Griega. Carlos García Gual y Antonio Guzmán. Clásicos de Grecia y Roma, Alianza Editorial.

*El autor del cuadro es John William Godward, un pintor inglés de estilo neoclásico victoriano, muy dado a pintar mujeres pertenecientes a las antiguas Roma y Grecia. Quizá por nacer en el tiempo equivocado no es un artista muy conocido, pero su obra bien merece un buen visionado. Se quitó la vida en 1922 a los 61 años; como explicación, en la nota de suicidio escribió: «el mundo no es bastante grande para mí y un Picasso». Más sobre J.W.Godward

Introducción: inspiración contra impacto

En Marzo de 2009 –si no me falla la memoria– tuve una de las experiencias más entretenidas que recuerdo. De forma espontánea decidí irme una semana a Nueva York a visitar a cierta persona. Marché sin ningún tipo de previsión o expectativa, con la alegría despreocupada del que se siente satisfecho con la aventura en sí y con ver “qué le deparará el futuro próximo”. Allí, gracias en gran medida a mi anfitriona, disfruté de cosas tan dispares como, por ejemplo, jugar a baloncesto en una cancha callejera en pleno Brooklyn, dejarme hechizar por auténtico jazz en un subterráneo de Little Italy, o asistir a una clase de filosofía sobre escolástica en la Universidad.

Estas y otras experiencias me dieron buen material para pensar y escribir. Recuerdo estar sentado en una banco de la biblioteca pública de Nueva York, libreta y bolígrafo en mano, mis ojos fijos en el elegante logotipo de la biblioteca: una cabeza de león. Venía de visitar el MoMA por la mañana, e intentaba asimilar y descifrar las impresiones recibidas, los innumerables estímulos que me quemaban por dentro. Estaba más que impactado por lo visto en el museo, y eso que mi predisposición antes había sido, cuanto menos, escéptica. Pero puedo decir que durante mi visita al MoMA tuve una reacción que, exagerando un poco, quedó próxima a lo de Stendhal; ya sabéis, el síndrome de uno que enferma de puro placer estético.

Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York
Museo de Arte Moderno (MoMA), Nueva York

Quizá fueron las tortitas con sirope de arce del desayuno, o que en general estaba bastante excitado de por sí, o que arrastraba la ebriedad del cansancio viajero, pero de lo que no dudaba en ese momento era de que tal reacción había sido un reconocimiento a la calidad del arte presenciado. Es decir, las obras de arte –o algunas, al menos– me habían cautivado por su calidad natural, su fuerza propia y no convenida, sin necesidad de entender o educar mi gusto, y en un proceso puramente irracional. Cuando me pregunté a mí mismo: “¿Qué sensación te produce? ¿Cómo explicas tu reacción?”; la respuesta vino de inmediato: “inspiración”. Es decir, una buena obra de arte me inspira.

Creo que aburrí un poco a mi anfitriona preguntándole que me definiese qué era para ella el arte, o qué había aprendido que era. Mi amiga trabajaba entonces como profesora de filosofía, por lo tanto una opinión nada desdeñable. Y creo que intentó responder, y lo hizo muy bien, aunque me advirtió que su especialidad era la Lógica y no la Estética. Yo buscaba profundizar en preguntas del tipo: ¿qué es el arte? ¿Cómo se define el valor artístico? ¿Es la calidad artística un simple convenio social o hay algo más? ¿Solo se entiende desde un nicho cultural o social, o puede trascender fronteras en el espacio y en el tiempo? ¿Son los clásicos un engaño perpetrado por viejos académicos, nostálgicos del pasado incapaces de adaptarse a lo moderno? Por primera vez, creí tener una respuesta con cierto carácter absoluto: el arte de calidad inspira al público.

Algún tiempo después, en la televisión española vi cómo presentaban una nueva galería de pintura. Se entrevistaba a una artista, que no tengo ni idea de quién era, pero sí recuerdo que tenía el pelo teñido de un rojo estridente. La mujer vino a decir, con sus palabras y gestos más propios, que todo arte debe “escandalizar” (justo de ese término me acuerdo). Entiendo que con ello defendía que, si en una obra no hay una denuncia política o social, si no rompe una neblina acomodada en los ojos de los conciudadanos, si no conmueve y provoca un deseo de cambio sobre un entorno injusto, entonces, esa es una obra inútil y carece de valor fáctico. Pero esta reflexión está en las antípodas de lo que yo concibo como arte. Siempre he pensado que el arte no tiene necesidad de ser “útil” y que, cuando el objetivo principal es la manipulación de los sentimientos e ideas, eso es entonces arte menor. En otras palabras: propaganda. El arte es –para mí al menos– la creación de un artista que busca un máximo de expresión subjetiva; es decir, proyectado de dentro hacia fuera, íntimo por necesidad, sutil, estético y armónico, incluso cuando trata temas como la crueldad, la muerte, la injusticia o el asesinato. Puede tener un impacto social, pero debido a que los temas sociales estén presentes con fuerza en la subjetividad e inquietud del autor, no porque pretenda, como primer objetivo y de forma consciente, provocar o convencer.

En Octubre de 2010 viajé a Bilbao por motivos de trabajo, en concreto para asistir a un congreso científico. Una sucesión de presentaciones soporíferas incitó mi espantada temporal del evento, así que aproveché para visitar el Guggenheim por segunda vez en mi vida. Un gato enorme hecho de flores me recibió en la entrada; cosa que me divirtió, porque me gustan mucho los gatos (aunque al final resultó ser un perrito). En el interior había varias exposiciones que compartían un punto en común: todas ellas consistían en elementos visuales a gran escala. Por ejemplo, una habitación blanca con un cañón escupiendo pintura roja por todas partes –el impacto repentino de tanto rojo, y solo rojo, era innegable–. Otro ejemplo: una nave enorme con muros de metal herrumbroso definiendo curvas y formas geométricas que se convertían en improvisados pasillos para el visitante. Y más cosas en el mismo estilo en lo referente a grandes dimensiones.

Puppy, de Jeff Koons, en el Museo Guggenheim, Bilbao
Puppy, de Jeff Koons, en el Museo Guggenheim, Bilbao

Normalmente, aunque sé que es imposible, intento liberarme de prejuicios antes de enfrentarme a obras artísticas –en realidad, también sirve para cualquier situación de la vida cotidiana–. Luego analizo mis sentimientos desnudos: “¿Te ha gustado? ¿Sí? ¿No?”. Al cabo, intento racionalizar: “¿Por qué?”. Me di cuenta de que sí, en efecto me había gustado. ¿Por qué? Porque me había impresionado, porque era inesperado y no estaba acostumbrado a ver cosas así. Pero también me di cuenta de que una silla de diez metros de altura en medio de la montaña o un patito de goma del tamaño de un buque en la playa me hubiesen causado la misma sensación. ¿Es esto arte de calidad pues? Cualquier cosa que no estemos acostumbrados a ver causa un impacto inmediato al que le acompaña cierta fascinación, pero es poco probable que perduren tales sensaciones si vemos ese objeto varias veces. Si eso es arte de calidad, la calidad le viene simplemente de desafiar la normalidad; y, aunque tampoco es que sea relevante para la discusión, es injusto, pues no todo el mundo cuenta con el permiso y los fondos para poner un gato gigantesco en medio de la calle. El impacto, y por extensión la calidad, ya no es una cuestión de creatividad o expresividad, sino de medios.

Lo mismo pasa con cierta música, libros y películas, obras que pueden ser alabadas en su momento porque presentan algo nuevo y “rompen” con las expectativas del público; a algunas de ellas se les sigue venerando después cual reliquias almacenadas en vitrinas polvorientas, aunque en realidad hayan perdido la esencia porque “ya no sorprenden”. A quién no le ha pasado: sentirse perplejo e incluso tonto después de ver o leer un clásico que no le sugiere nada especial, no le da frío ni calor, e incluso le aburre. Puede ser por falta de conexión entre la obra y el espectador, no es de extrañar, pero puede ser también por el motivo descrito. Por otra parte, no siempre sucede así, hay clásicos que son atemporales, no pasan de moda y siguen fascinando al espectador, que repite, vuelve una y otra vez, y siente que sus sentimientos hacia la obra evolucionan pero rara vez degeneran en aborrecimiento.

En absoluto soy el primero en criticar la impertinente necesidad de originalidad e impacto en el arte, que se convierte en una conditio sine qua non que ahoga la creatividad del artista y maleduca al espectador, quien se vuelve un adicto ansioso del “choque” y de “lo nuevo”. El arte es entonces como esas películas de terror que buscan el susto fácil, aunque no tenga sentido, porque la película será buena según “lo mucho que asuste”.

Así que pongo “el inspirar” muy por delante o imprescindible frente al mero “causar impacto” cuando hay que valorar el arte. Ciñéndonos al ámbito de la literatura, de eso va este blog, de “arte que inspira”, de compartir textos antiguos que han caído un poco en el olvido pero que tienen una calidad que salta sola en nuestros ojos y nos transmite fuertes sensaciones estéticas. Sensaciones que hacen que el mundo adquiera, de repente, profundidad y matices; sensaciones que tal vez están ausentes en gran parte de los productos audiovisuales que se consumen hoy de forma masiva. Muchos de ellos, que no todos, son carne sin alma. Aunque nos pueda gustar el fastfood, estoy convencido de que no todos los paladares están atrofiados de tanta comida blanda y preprocesada, sino que todavía se conserva la sensibilidad para disfrutar de sabores más sutiles. Quizá es que se abre la boca exclusivamente hacia el mañana porque los vendedores nos distraen, nos hacen creer que todo lo de ayer está caducado, y así ganan dinero mientras se condena lo sublime al olvido.

Esta no es más que una opinión amateur, puesta de forma espartana en la labor de defender mi gusto (con treinta y pico me he dado cuenta de que soy un hedonista en toda regla). Y es que me sorprendo cada vez más veces en la siguiente situación: que lo que al resto del público le entusiasma a mí me parece absurdo, plano y vacío; mientras que lo que me fascina, interesa a pocos. Será que ya no soy tan joven. Vamos a ver pues si los textos escogidos os dejan o no indiferentes.