En Marzo de 2009 –si no me falla la memoria– tuve una de las experiencias más entretenidas que recuerdo. De forma espontánea decidí irme una semana a Nueva York a visitar a cierta persona. Marché sin ningún tipo de previsión o expectativa, con la alegría despreocupada del que se siente satisfecho con la aventura en sí y con ver “qué le deparará el futuro próximo”. Allí, gracias en gran medida a mi anfitriona, disfruté de cosas tan dispares como, por ejemplo, jugar a baloncesto en una cancha callejera en pleno Brooklyn, dejarme hechizar por auténtico jazz en un subterráneo de Little Italy, o asistir a una clase de filosofía sobre escolástica en la Universidad.
Estas y otras experiencias me dieron buen material para pensar y escribir. Recuerdo estar sentado en una banco de la biblioteca pública de Nueva York, libreta y bolígrafo en mano, mis ojos fijos en el elegante logotipo de la biblioteca: una cabeza de león. Venía de visitar el MoMA por la mañana, e intentaba asimilar y descifrar las impresiones recibidas, los innumerables estímulos que me quemaban por dentro. Estaba más que impactado por lo visto en el museo, y eso que mi predisposición antes había sido, cuanto menos, escéptica. Pero puedo decir que durante mi visita al MoMA tuve una reacción que, exagerando un poco, quedó próxima a lo de Stendhal; ya sabéis, el síndrome de uno que enferma de puro placer estético.

Quizá fueron las tortitas con sirope de arce del desayuno, o que en general estaba bastante excitado de por sí, o que arrastraba la ebriedad del cansancio viajero, pero de lo que no dudaba en ese momento era de que tal reacción había sido un reconocimiento a la calidad del arte presenciado. Es decir, las obras de arte –o algunas, al menos– me habían cautivado por su calidad natural, su fuerza propia y no convenida, sin necesidad de entender o educar mi gusto, y en un proceso puramente irracional. Cuando me pregunté a mí mismo: “¿Qué sensación te produce? ¿Cómo explicas tu reacción?”; la respuesta vino de inmediato: “inspiración”. Es decir, una buena obra de arte me inspira.
Creo que aburrí un poco a mi anfitriona preguntándole que me definiese qué era para ella el arte, o qué había aprendido que era. Mi amiga trabajaba entonces como profesora de filosofía, por lo tanto una opinión nada desdeñable. Y creo que intentó responder, y lo hizo muy bien, aunque me advirtió que su especialidad era la Lógica y no la Estética. Yo buscaba profundizar en preguntas del tipo: ¿qué es el arte? ¿Cómo se define el valor artístico? ¿Es la calidad artística un simple convenio social o hay algo más? ¿Solo se entiende desde un nicho cultural o social, o puede trascender fronteras en el espacio y en el tiempo? ¿Son los clásicos un engaño perpetrado por viejos académicos, nostálgicos del pasado incapaces de adaptarse a lo moderno? Por primera vez, creí tener una respuesta con cierto carácter absoluto: el arte de calidad inspira al público.
Algún tiempo después, en la televisión española vi cómo presentaban una nueva galería de pintura. Se entrevistaba a una artista, que no tengo ni idea de quién era, pero sí recuerdo que tenía el pelo teñido de un rojo estridente. La mujer vino a decir, con sus palabras y gestos más propios, que todo arte debe “escandalizar” (justo de ese término me acuerdo). Entiendo que con ello defendía que, si en una obra no hay una denuncia política o social, si no rompe una neblina acomodada en los ojos de los conciudadanos, si no conmueve y provoca un deseo de cambio sobre un entorno injusto, entonces, esa es una obra inútil y carece de valor fáctico. Pero esta reflexión está en las antípodas de lo que yo concibo como arte. Siempre he pensado que el arte no tiene necesidad de ser “útil” y que, cuando el objetivo principal es la manipulación de los sentimientos e ideas, eso es entonces arte menor. En otras palabras: propaganda. El arte es –para mí al menos– la creación de un artista que busca un máximo de expresión subjetiva; es decir, proyectado de dentro hacia fuera, íntimo por necesidad, sutil, estético y armónico, incluso cuando trata temas como la crueldad, la muerte, la injusticia o el asesinato. Puede tener un impacto social, pero debido a que los temas sociales estén presentes con fuerza en la subjetividad e inquietud del autor, no porque pretenda, como primer objetivo y de forma consciente, provocar o convencer.
En Octubre de 2010 viajé a Bilbao por motivos de trabajo, en concreto para asistir a un congreso científico. Una sucesión de presentaciones soporíferas incitó mi espantada temporal del evento, así que aproveché para visitar el Guggenheim por segunda vez en mi vida. Un gato enorme hecho de flores me recibió en la entrada; cosa que me divirtió, porque me gustan mucho los gatos (aunque al final resultó ser un perrito). En el interior había varias exposiciones que compartían un punto en común: todas ellas consistían en elementos visuales a gran escala. Por ejemplo, una habitación blanca con un cañón escupiendo pintura roja por todas partes –el impacto repentino de tanto rojo, y solo rojo, era innegable–. Otro ejemplo: una nave enorme con muros de metal herrumbroso definiendo curvas y formas geométricas que se convertían en improvisados pasillos para el visitante. Y más cosas en el mismo estilo en lo referente a grandes dimensiones.

Normalmente, aunque sé que es imposible, intento liberarme de prejuicios antes de enfrentarme a obras artísticas –en realidad, también sirve para cualquier situación de la vida cotidiana–. Luego analizo mis sentimientos desnudos: “¿Te ha gustado? ¿Sí? ¿No?”. Al cabo, intento racionalizar: “¿Por qué?”. Me di cuenta de que sí, en efecto me había gustado. ¿Por qué? Porque me había impresionado, porque era inesperado y no estaba acostumbrado a ver cosas así. Pero también me di cuenta de que una silla de diez metros de altura en medio de la montaña o un patito de goma del tamaño de un buque en la playa me hubiesen causado la misma sensación. ¿Es esto arte de calidad pues? Cualquier cosa que no estemos acostumbrados a ver causa un impacto inmediato al que le acompaña cierta fascinación, pero es poco probable que perduren tales sensaciones si vemos ese objeto varias veces. Si eso es arte de calidad, la calidad le viene simplemente de desafiar la normalidad; y, aunque tampoco es que sea relevante para la discusión, es injusto, pues no todo el mundo cuenta con el permiso y los fondos para poner un gato gigantesco en medio de la calle. El impacto, y por extensión la calidad, ya no es una cuestión de creatividad o expresividad, sino de medios.
Lo mismo pasa con cierta música, libros y películas, obras que pueden ser alabadas en su momento porque presentan algo nuevo y “rompen” con las expectativas del público; a algunas de ellas se les sigue venerando después cual reliquias almacenadas en vitrinas polvorientas, aunque en realidad hayan perdido la esencia porque “ya no sorprenden”. A quién no le ha pasado: sentirse perplejo e incluso tonto después de ver o leer un clásico que no le sugiere nada especial, no le da frío ni calor, e incluso le aburre. Puede ser por falta de conexión entre la obra y el espectador, no es de extrañar, pero puede ser también por el motivo descrito. Por otra parte, no siempre sucede así, hay clásicos que son atemporales, no pasan de moda y siguen fascinando al espectador, que repite, vuelve una y otra vez, y siente que sus sentimientos hacia la obra evolucionan pero rara vez degeneran en aborrecimiento.
En absoluto soy el primero en criticar la impertinente necesidad de originalidad e impacto en el arte, que se convierte en una conditio sine qua non que ahoga la creatividad del artista y maleduca al espectador, quien se vuelve un adicto ansioso del “choque” y de “lo nuevo”. El arte es entonces como esas películas de terror que buscan el susto fácil, aunque no tenga sentido, porque la película será buena según “lo mucho que asuste”.
Así que pongo “el inspirar” muy por delante o imprescindible frente al mero “causar impacto” cuando hay que valorar el arte. Ciñéndonos al ámbito de la literatura, de eso va este blog, de “arte que inspira”, de compartir textos antiguos que han caído un poco en el olvido pero que tienen una calidad que salta sola en nuestros ojos y nos transmite fuertes sensaciones estéticas. Sensaciones que hacen que el mundo adquiera, de repente, profundidad y matices; sensaciones que tal vez están ausentes en gran parte de los productos audiovisuales que se consumen hoy de forma masiva. Muchos de ellos, que no todos, son carne sin alma. Aunque nos pueda gustar el fastfood, estoy convencido de que no todos los paladares están atrofiados de tanta comida blanda y preprocesada, sino que todavía se conserva la sensibilidad para disfrutar de sabores más sutiles. Quizá es que se abre la boca exclusivamente hacia el mañana porque los vendedores nos distraen, nos hacen creer que todo lo de ayer está caducado, y así ganan dinero mientras se condena lo sublime al olvido.
Esta no es más que una opinión amateur, puesta de forma espartana en la labor de defender mi gusto (con treinta y pico me he dado cuenta de que soy un hedonista en toda regla). Y es que me sorprendo cada vez más veces en la siguiente situación: que lo que al resto del público le entusiasma a mí me parece absurdo, plano y vacío; mientras que lo que me fascina, interesa a pocos. Será que ya no soy tan joven. Vamos a ver pues si los textos escogidos os dejan o no indiferentes.