A pesar de la importancia de Kleist, autor destacado del romanticismo alemán –por no decir incluso modelo del romanticismo por excelencia–, la presencia de este alma turbulenta en el bagaje del lector español no es muy común. En cualquier caso, sus cuentos o narraciones breves, así como las obras de teatro, pueden ser quizá más conocidas; por ejemplo, Pentesilea, Michael Kohlhaas o La Marquesa de O son títulos que sonarán a cualquier lector que le gusten los clásicos. No obstante, las aportaciones de Kleist en forma de ensayo breve o texto filosófico pasan bastante desapercibidas, aunque son pequeñas joyas de una finura sorprendente.

Sobre la persona, casi se puede decir que los textos de Kleist son la carne y sangre de Kleist mismas, pues acaso haya sido el romántico que con mayor fidelidad ha vivido la esencia del romanticismo en sí, o cierta cúspide cerebral-emocional del romanticismo que se revela cual intenso oxímoron; y lo hizo hasta el final de sus días. Kleist se suicidió a los 34 años de edad, con una amiga; se pegó un tiro después de disparar a su compañera, valga decir que ella estaba conforme. ¿Por qué lo hizo? Se dice que por Weltschmerz (traducido: «que le dolía el mundo»), por una crisis existencial, porque no soportaba la derrota intelectual a la que le había sometido la lectura de Kant; esto es, la imposibilidad de justificar racionalmente la fe religiosa o de conocer toda verdad, o cualquier verdad si quiera. A Kleist le parecía que el mundo había perdido brillo, sentido, y que cualquier formación personal, cualquier esfuerzo por superarse, era en vano. Los psicólogos aseguran que, en realidad, nadie se suicida por motivos filosóficos, o no únicamente por motivos filosóficos; quien sabe si Kleist había interiorizado tanto la filosofía como para convertir su contenido en algo más esencial, más físico incluso, un amor real y un dolor también muy real. Kleist era un joven convulso, turbulento e idealista al máximo. Su biografía está accesible en múltiples obras, pero a mí me gusta en especial la aproximación que hace a él otro genial escritor, el austríaco Stefan Zweig –quien también se suicidó–, en su recomendable libro La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche) [1], donde comparte cartel con otros dos monstruos del pensamiento y la poesía: Hölderlin y Nietzsche –estos acabaron locos, al menos más de lo saludable, como el lector probablemente ya sabrá.
El texto que nos ocupa, Sobre el teatro de marionetas, lo encontré por primera vez junto con otros cuentos en la edición de [2], pero el lector lo puede conseguir online en [3]. Lo que me llama la atención de este pequeño ensayo es, más allá del delicado análisis filosófico, el conjunto de imágenes y ejemplos de los que se sirve para apoyar y potenciar la reflexión. Son formas muy bellas y sugerentes que, además de invitar al pensamiento, provocan un importante efecto estético, así que el pensamiento se sublima en un movimiento que está más allá de la reflexión desnuda. De esta manera, a la reflexión la lleva de la mano –como inmejorable guía– la compañera intuición, y la conduce por un camino sinuoso e iluminado de belleza, donde quizá es esa misma belleza lo único “verdaderamente” cierto del razonamiento filosófico. Lo digo porque en el ensayo se entrevé un poco de la crisis kantiana; es más, Kleist expone con arte y mayor eficacia lo que Kant esboza en páginas y páginas de aburrido y farragoso texto científico. En Sobre el teatro de marionetas, Kleist ensaya la idea de que los movimientos naturales son mucho más hermosos, puros y “auténticos” que cualquier acto fruto de la elaboración, preparación, entrenamiento, reflexión y perfeccionamiento adulto. Kleist defiende una “gracia natural”, instintiva, imposible de reproducir o copiar, inalcanzable, pues todo intento de copia es afectado, artificial, artificioso, estéril, una sombra indigna. En esencia, el enfoque tiene paralelismo con la aparentemente paradójica y desconsolada concepción Zen de que el único camino posible a Buda te aleja de Buda (entiéndase “Buda” como “perfección” en el contexto dado). En mi opinión, el núcleo de estas ideas es sumamente poderoso y no paradójico, pues lo que incitan es la ruptura con la cárcel del pensamiento racional como única vía de conocimiento.
Las tres imágenes que utiliza Kleist son: las marionetas, el joven del baño y el oso espadachín. Con la primera imagen, Kleist compara las marionetas con los bailarines, y en un sutil juego intelectual asegura que el movimiento de las primeras es mucho más perfecto que el del más virtuoso danzarín humano. Veamos:
Y ¿qué ventaja tendría tal marioneta en comparación con los bailarines vivientes?
¿Ventaja? Ante todo, mi dilecto amigo, una de índole negativa, y es ésta: que el muñeco no haría jamás nada afectado. Porque la afectación, como usted sabe, aparece cuando el alma (vis motrix) se halla en cualquier otro punto distinto del centro de gravedad del movimiento. Ahora bien, como el maquinista mal puede gobernar otro punto que ése por medio del alambre o el hilo, ocurre que todos los demás miembros, como tiene que ser, se hallan muertos, son simples péndulos y siguen la sola ley de la gravitación, excelente cualidad que en vano se busca entre la gran mayoría de nuestros bailarines. Fíjese usted tan sólo en la A. –continuó diciendo– cuando hace la Dafne y, perseguida por Apolo, se vuelve a mirarle. El alma la tiene entonces en las vértebras de la cintura; se dobla como si fuera a romperse, igual que una náyade de la escuela de Bernini. Fíjese en el joven F. cuando en el papel de Paris se halla ante las tres diosas y entrega a Venus la manzana. El alma la tiene –da susto el contemplarlo– en el codo. Semejantes faltas –agregó como para terminar– son inevitables desde que comimos la fruta del árbol de la ciencia. El Paraíso está ahora cerrado, y el querubín a nuestra espalda; tenemos que hacer el viaje alrededor del mundo y ver si por acaso el Edén tiene del lado de atrás algún acceso.
Reí. Sin embargo –pensaba– el espíritu no puede errar allí donde no hay espíritu. Mas noté que él tenía aún cosas por decir y le rogué continuara.
Además –dijo– esos muñecos tienen la ventaja de ser antigrávidos.
Ellos no saben nada de la inercia de la materia, propiedad que entre todas se opone con mayor empeño a la danza. No lo saben porque la fuerza que a ellos los eleva en los aires es superior a la que los ata a la tierra. ¿Cuánto daría nuestra buena G. por pesar sesenta libras menos y porque un peso igual a ése viniera a ayudarle en sus entrechats y piruetas? Los muñecos necesitan el suelo únicamente en la forma que les hace falta a los elfos: para pasar rozándolo y para dar nueva vida,
mediante la resistencia momentánea, al impulso de los miembros; nosotros lo necesitamos para reposar sobre él y para reponernos de la fatiga de la danza, un momento que, evidentemente, no es danza y con el cual no cabe emprender otra cosa que, en lo posible, hacerlo desaparecer.
Le dije entonces que por hábilmente que defendiese su paradójica causa, jamás me haría creer que en un hombre articulado, una figura mecánica, pudiera haber más gracia que en la estructura del cuerpo humano. Replicó que, decididamente, el hombre no podía ni siquiera alcanzar, en tal respecto, al monigote articulado. Sólo un dios podría, sobre ese campo, medirse con la materia. Y aquí está el punto donde se juntan los dos extremos del anillo que forma el mundo.
Para apoyar a Kleist, aunque sea un poco en broma, y porque inevitablemente el texto me recuerda a la película –o la película al texto–, no puedo resistir la tentación de hacer referencia a la escena de las marionetas, representando la leyenda de Abelardo y Eloísa, de la película Being John Malkovich:
Por otra parte, la imagen del muchacho en el espejo no deja de ser curiosa. En resumen, un muchacho adopta por casualidad una postura de extrema perfección. Luego, obsesionado con ese fenómeno que sucedió de forma arbitraria, el muchacho intenta una y otra vez repetir el gesto sin éxito, de forma tal que termina por perder toda la gracia de la que había gozado antes de forma natural. Más breve: el querer ser bello le hizo feo.
Por último, la más divertida de las imágenes es la del oso espadachín:
Durante mi viaje a Rusia, hallábame una vez en una finca del señor de G., hidalgo de Livonia, cuyos hijos, a la sazón, se ejercitaban intensamente en la esgrima. Especialmente el mayor, que acababa de volver de la Universidad, presumía de virtuoso en aquel arte. Una mañana, hallándome en su cuarto, me ofreció un florete. Luchamos. Pero resultó que yo le aventajaba. La pasión que ponía contribuyó a ofuscarle; casi todos mis golpes le tocaban, y su florete terminó por salir lanzado a un rincón. Medio en broma, medio dolido, declaró, recogiendo el florete, que había encontrado por fin su maestro; pero todos en el mundo hallan el suyo, y por ello quería presentarme ahora al mío, a mi maestro de esgrima. Los hermanos lanzaron sonoras risotadas y gritaron: “¡Afuera, afuera! ¡Bajemos al patio!”. Y tomándome de la mano me condujeron hasta donde había un oso que el señor de G., el padre de ellos, había ordenado amaestrar.
El oso, cuando asombrado llegué hasta él, se encontraba erguido sobre las patas traseras y con el lomo recostado en un poste, al que estaba amarrado; tenía alzada y pronta la zarpa derecha y me miraba a los ojos. Esta era su posición de combate. Yo no sabía si estaba soñando o despierto, al hallarme frente a semejante adversario. “¡Ataque usted, ataque!”, dijo el señor de G., “y trate de tocarlo”. Un tanto repuesto de mi asombro, acometí al oso con el florete; él hizo un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Traté de engañarle con fintas; el oso no se inmutaba. Me lancé de nuevo sobre él con repentina y segura destreza; un pecho humano hubiera resultado infaliblemente tocado. El oso hizo un ligerísimo movimiento con la zarpa y paró el golpe. Me encontraba casi en la misma situación que el joven señor de G. La seriedad del oso contribuía a sacarme de quicio. Golpes y fintas se alternaban, me corría el sudor. ¡En vano! No era sólo que el oso parase mis golpes como el mejor esgrimidor del mundo; a las fintas, cosa en que ningún esgrimidor del mundo le podía imitar, ni siquiera reaccionaba. Con los ojos fijos en los míos, como si en ellos pudiera leerme el alma, estaba allí de pie, la zarpa levantada y pronta, y cuando mis golpes no iban en serio, él no se inmutaba. ¿Cree usted esta historia? –terminó diciendo el señor C.–.
También en broma, pero sin olvidar aquello de que en toda broma hay una pizca de verdad, en honor a la imagen creada por Kleist no se me ocurre más que ilustrarla con otro vídeo; no es un oso espadachín, pero casi:
Los interesados en profundizar en la discusión filosófica sobre el citado texto pueden encontrar un buen ensayo en [4]. Yo me quedo, o me interesa especialmente, más que la idea en sí –que merece toda la atención–, con la expresión y la extensión de un concepto, base en el microuniverso personal de Kleist, expuesto en un delicado texto con tres imágenes sorprendentes y curiosas que llevan al lector más allá de una comprensión racional y lineal; esto es, a una aprehensión en paralelo, múltiple, a un conocimiento a través del estímulo estético. Yo digo: delante de la belleza la verdad calla avergonzada.