Después de algunos meses de silencio, estamos de vuelta con otro de nuestros textos olvidados. Empiezo con la penúltima estrofa:
—¡Esclavo, atiéndeme!
—Heme aquí, señor, heme aquí.
—Quiero hacer una obra benéfica por mi país.
—¡Hazla, señor, hazla! Quien hace una obra benéfica por su país la hace también por los dioses.
—No esclavo, no haré una obra benéfica por mi país.
—¡No la hagas, señor, no la hagas! Ve a los cementerios y recórrelos. Contempla los cráneos de pobres y ricos. ¿Quién es el malhechor y quien es el bienhechor? [1]
Este escalofriante párrafo lo he utilizado como antesala a Tierra de aves negras, una incómoda, espero que sugerente, frase de bienvenida. Pertenece a un poema anónimo mal llamado, en mi opinión, Diálogo del pesimismo, que debería ser antes Diálogo del relativismo quizá (aunque no suene tan interesante). Es un texto babilónico escrito aproximadamente en el año mil a.C. Voy a intentar desarrollar por qué me parece tan genial. A ver que opinan ustedes…
Hay algunos textos que, más que por la fuerza de su contenido quizá por el momento en el que llegan, provocan puntos de inflexión —o puntos de no retorno— en el desarrollo personal. En otras palabras, cambian la forma de ver el mundo y de entender la realidad en uno u otro aspecto, y lo cambian para siempre. Son esos momentos en los que parte del conocimiento adquirido, quizá volátil, teórico, comprendido solo desde el intelecto, cobra masa entonces, se consolida, se comprende desde las emociones y gana peso allí donde sea que se halle el espíritu de cada uno. Esto me sucedió con el Diálogo del pesimismo, pues me alertó de un importante sesgo cognitivo que me había acompañado ya entonces durante demasiado tiempo. Antes de esta lectura quizá no era consciente de hasta qué punto consideraba al hombre moderno como cúspide; es más, como una cumbre del desarrollo humano, porque creía con entusiasmo ilustrado que dicho desarrollo siempre avanza, de forma invariable, hacia algo mejor. A mi entender, esta es una ilusión que procede (en parte) de la tecnología, su prisa y avance imparable, que hace que miremos hacia atrás y con condescendencia juzguemos a nuestros antepasados como salvajes. Esta forma de juzgar no deja de mostrar cierta ignorancia y falta de perspectiva (al menos en mi caso). Lo cierto es que en toda época pasada al hombre simplemente le tocó vivir de forma más rudimentaria y con una montaña de conocimiento acumulado menor. Tener más conocimiento de base no nos hace más inteligentes; sabemos que la tierra no es plana porque nos lo han repetido, mostrado y explicado miles de veces en nuestra infancia, casi diría porque lo hemos aprendido de memoria, no porque hayamos desarrollado capacidades intelectuales que nos permitan deducirlo fácilmente por nosotros mismos. Quizá también ahora la madurez de los estados y organizaciones sociales a gran escala sean más equilibrados aun en su complejidad; quizá, si se puede defender que son mejores o más justos que en el pasado —esto es, cuanto menos, discutible—, es debido a la inercia histórica de las distintas sociedades, las cuales evolucionan como un gran ente, como un cuerpo gigante, pero no a las cualidades particulares de los individuos que la componen. Yo creo que la profundidad y claridad del pensamiento ha sido similar desde hace miles de años; la diferencia está en la base de conocimiento sobre la que se erigen las nuevas ideas y conceptos, y tal vez en las posibilidades que ofrece la estructura social y política para que el individuo particular piense y cree. Es más, incluso el actual desarrollo tecnológico muy posiblemente haya atrofiado algunas capacidades; por ejemplo, la memoria, que ya casi no se necesita; así como el espíritu crítico.
La duda sobre si el hombre moderno y su cultura siguen un camino ascendente lo manifiesta muy bien Todorov en El miedo a los bárbaros [2]. Cito (perdón porque la traducción es mía):
Quizá ciertos periodos y sociedades canalizan la energía humana hacia la creación de obras de arte consumadas, mientras que otras tienden hacia la innovación tecnológica, y otras se centran en erigir estructuras políticas. Mas es absurdo forzarnos a preferir —como lo hicieron los radicales rusos en el siglo diecinueve— un par de botas a Shakespeare; es también absurdo lamentar —como hizo Sartre— que ninguna obra de arte apacigüe el hambre de un niño. Perecemos en la ausencia de comida terrenal y espiritual.
En el mejor de los casos, podríamos destacar que la forma en la que los individuos son tratados en sus estados, como en las democracias liberales, progresa constantemente, ya que se están obteniendo derechos siempre más igualados. Pero debe añadirse inmediatamente que, en otros aspectos, nuestras sociedades contemporáneas son menos humanas que otras, incluyendo aquellas que nos han precedido. [2]
No hay buenos varemos para comparar culturas y a los individuos que la componen (con «buenos» quiero decir «justos» o «universalmente válidos»). Cada vez que alguien juzga otra cultura está siendo bárbaro, porque la juzga desde sus propios valores, así que los criterios están sesgados de inicio. Pero, como Todorov muestra, incluso muchas veces nuestra sociedad o cultura dista mucho de ser la mejor incluso desde la soberanía de nuestro propio juicio. Pero, ¿estamos hablando de sociedades o de individuos? ¿Es que son lo mismo acaso?
¿Qué hay pues de los individuos en sí? ¿De sus capacidades? ¿De la profundidad de su desarrollo intelectual y emocional? ¿De la coherencia de su comprensión de la vida y el universo? Pues que tampoco hay nada que nos lleve a pensar que hemos mejorado mucho en los últimos tres mil años. Nadie puede asegurar con gran fundamento que somos más felices ahora o que nos sentimos más satisfechos de nosotros mismos. Hemos creado un mundo que, en gran medida, nos esclaviza. A cada individuo se le fuerza a aprender y acumular (y luego olvidar quizá) una cantidad de información apabullante para poder subsistir en una estructura que no es natural, sino convenida, y nuestros propios atributos son válidos, no siempre de una forma natural, sino dentro de estas estructuras creadas que se han vuelto necesarias a la fuerza. Ahora mismo a cualquier persona que viva en un país occidental se le requiere instruirse, prepararse (ser alumno o estudiante), durante entre veinte y treinta años para ser capaz de entrar de una forma activa en la sociedad a un nivel que sea digno y deseable. La vida nunca fue tan compleja. O quizá no lo es en realidad. Eso es lo que uno se pregunta a menudo, si la-vida-como-es tiene un sentido para el individuo, e incluso para la sociedad. Por ejemplo, Feyerabend en Contra el método [3] ya observó que si ciertas carreras universitarias se alargan tanto es para tapar las vergüenzas y el complejo de inferioridad que impregna las instituciones que las representan. Se vuelven complejos a voluntad para parecer inaccesibles e importantes. Es decir, al final y en conjunto, un esfuerzo en tiempo y vida muy poco eficiente, repetido por miles de individuos generación tras generación. Por no sacar otra vez a colación el tema recurrente de la alienación en el trabajo… ¿Cuántas personas no llegan a la madurez de su vida con la horrible sensación de haberla desperdiciado? ¿Cuántas veces tendrá que volverse a escribir La muerte de Iván Ilich?
El Diálogo del pesimismo no solo me gustó porque soy una amante incondicional del relativismo, de la contradicción, de la ambigüedad, de la paradoja y de lo que parece paradoja sin serlo, sino que además me despertó de una fantasía, la de sentirnos superiores a tiempos pasados. Volvemos así al descubrimiento de Kleist que tanto le torturó y que ya comentamos: que no avanzamos en realidad, que no nos perfeccionamos, que seguimos siendo igual de tontos o listos que antes, que solo hemos cambiado las piezas de lugar, enmarañado la madeja, revuelto el mundo. Sí, vivimos más, pero… ¿mejor? Bien queda eso en evidencia cuando nos comparamos con pueblos aislados que viven en un estado más primitivo (tecnológicamente hablando). Su sencillez nos sorprende tanto como se nos antoja liberadora; sentimos envidia de su desprendimiento y desapego a lo material, de su perenne sonrisa. En resumen, contemplarlos nos hace sentir esclavos de la civilización. En este sentido, también Todorov recuerda palabras de Rousseau al decir que «la verdadera vocación del ser humano es vivir (bien) con los demás, y para ello no hace falta acumular una gran cantidad de conocimientos».
No quiero que piensen que soy un detractor de la modernidad y que rechazo todo progreso, simplemente denuncio la ilusión de pensar que el progreso va de abajo a arriba, o de atrás hacia adelante. Creo que tan solo se cambia, que se avanza, pero que con todo avance viene una regresión en algún sentido. Mas esto es solo negativo desde una perspectiva viciada, en mi opinión hay cierta virtud en el mero hecho de moverse. Uno de mis lados filosóficos simpatiza con Locke y también mira al ser humano con optimismo, como un ser perfecto en potencia, pero que la conditio sine qua non de esa perfección —y aun de toda belleza— es precisamente el cambio, la posibilidad de cambio, la evolución en sí, el libre movimiento, el no estancarse, la carrera sin fin y, por qué no, también la posibilidad de retroceder si se quiere.

Mi experimento tras el Diálogo del pesimismo fue releer y volver a estudiar a los filósofos griegos: presocráticos, sofistas, Sócrates, Platón, Aristóteles y los postaristotélicos. Hice un esfuerzo por entender lo mítico como otro modelo de conocimiento, incompleto pero adecuado, considerando las limitaciones técnicas y lo que no sabían o no podían saber. Su filosofía me pareció mucho más profunda, fina y elaborada, y sus filósofos más geniales y dignos de admiración. Pero no más encomiables porque llegaron a algo partiendo de nada o casi nada, sino porque realmente gran parte de las conclusiones y razonamientos son atemporales, llenos de detalles que son tan sutiles y complejos como importantes. No fue otra cosa más que mi soberbia intelectual lo que no lo supo apreciar en un primer momento. Quizá este prejuicio intelectual era un problema particular, solo mío, aunque diría que no, porque ni mis profesores de Filosofía —que fueron buenos— ni los escritores de ensayos y libros de divulgación que leí en mi juventud supieron captar y transmitir la importancia real de esas ideas, que se enseñaban no más que como la base primordial sobre la que se construyó la sociedad, los valores y el pensamiento contemporáneo, pero que tales reflexiones estaban ya bien entendidas y superadas. Ahora yo les invito, por ejemplo y por citar a uno muy mal recordado hoy en día, simplemente a redescubrir a Epicuro… Podrán ver que el filósofo de Samos, si no más tiempo, su tiempo lo supo vivir con asombrosa calidad. Su filosofía conduce a la armonía interior, a la paz con uno mismo, con el mundo y con los demás, amén de permitir alcanzar una profunda sensación de realización personal y alegría de vida.
Cuando uno piensa en la sociedad babilónica del mil a.C., imagina por defecto un pueblo solapado a las ideas religiosas como principal vía de explicación del mundo que los envuelve, considerando a sus habitantes como fanáticos religiosos o, si no fanáticos, seguidores de esa verdad, que es por ende la única verdad, pues sabemos que lo religioso, lo ético, la ciencia, la filosofía y la técnica estaban esencialmente entremezcladas por aquel entonces. Por eso es tan impresionante el verso con el que hemos empezado este post, porque desgarra el nexo entre religión y filosofía en una época en que era sumamente difícil incluso intuir esa separación, pues era un todo casi indivisible. Sombrío, intransigente, desafiante…; al mismo tiempo, ese pequeño verso expone la soledad del individuo, y su conflictivo enfrentamiento con los dioses, con la sociedad, con el mundo. El cincel que ejecuta el corte es el relativismo, un arma que requiere de gran madurez, porque el relativismo es crítico con cualquier edificio de conocimiento previo. En la actualidad, recogemos la experiencia de siglos de observación en los que la ciencia ha ido perfeccionándose y demostrando falacias y fallos en la religión, que ha tenido que reinventarse a sí misma y relajarse para sobrevivir; y también la Historia con mayúsculas, que nos ha mostrado las calamidades que la religión ha causado y todavía causa. Por eso es fácil hoy en día ser ateo, agnóstico, o simplemente tomarse la religión a broma o sin un estricto dogmatismo. Pero un babilónico en el año mil a.C. no lleva el conocimiento científico e histórico a sus espaldas, por eso en el poema veo yo una lucidez y una valentía únicos. Cabe decir que, contra lo expuesto, en [4] se puede leer que algunos expertos consideran el Diálogo del pesimismo «no más que una sátira, un arreglo artificioso de proverbios populares, sin otro objeto que el de divertir o, por lo menos, con ese fin principal». Sin rechazar el humor sardónico, pues todo pensamiento crítico y relativista que se precie es irónico, esta conclusión es, en mi opinión, un buen ejemplo de ceguera. Pero en esa misma cita aparecen otras opiniones más acordes con la aquí mostrada.

En definitiva, con el Diálogo del pesimismo descubrí que hace tres mil años existió al menos una persona con una claridad, profundidad de pensamiento y sentido crítico envidiables. Luego, también en la Grecia clásica se le otorgaba al desarrollo y a la educación en el pensamiento crítico una importancia cabal. ¿Se educa hoy en el pensamiento crítico? Yo diría que no, ni en la escuela ni en la universidad. ¿Por qué? Quizá es que las sociedades han evolucionado en un intento por hacer al hombre más manejable, controlable, moldeable, ratones en la rueda, bombillas de Matrix, de ahí menos crítico. Si fuese de otra manera, libros como Uso de razón [5] serían habituales durante la educación. Para que capten el interés de este libro, basta con citar el primer ejemplo que aparece en sus páginas:
—Debieras pensar en tu futuro y tomarte más en serio los estudios.
—Pero, papá, si tú a mi edad pasabas más tiempo en el bar que en clase.
—Mira, hijo, si quieres discutir conviene no mezclar las cosas. ¿Está bien o mal lo que yo te digo? ¿Estuvo bien o mal lo que yo hice? ¿Justifican mis errores los que tú cometas? Son tres cosas distintas: ¿cuál quieres que discutamos? [5]
Volviendo al texto. Mi conclusión fue que el hombre no evoluciona necesariamente hacia la excelencia, ni intelectual, ni ética, ni espiritual; que podría haber sido de otra manera, quizá mejor, o no; y que quizá no lo es porque nos toca batallar contra ese gigante llamado sociedad, un cuerpo del que hay que preguntarse qué y dónde está el cerebro. Es decir: ¿somos felices hoy en día? ¿Nos sentimos satisfechos de nosotros mismos? Si la respuesta es «no tanto como debieramos», o incluso nos damos cuenta de que «otras sociedades del pasado lo fueron más»; quizá hay que preguntarse: «¿por qué?». Obviamente, el rol del individuo particular para realizarse y hacerse feliz a sí mismo es fundamental, pero hay que saber si la sociedad que hemos creado ayuda o nos pone trabas. Lo complejo del asunto es que esa sociedad, ya desde hace cientos de años, es un ser independiente —no busquemos responsables o voluntades puntuales, no las hay, que el monstruo va solo—; y esa sociedad evoluciona, busca su propio camino y se protege de y contra los individuos que la constituyen. Los necesita obedientes, ordenados, beneficiándola, no cuestionando constantemente sus cimientos, pues se le deshacen los pies y el cuerpo se le vuelve poroso; pero también es errática, confusa, contradictoria e irracional, al igual que sus vástagos-padres, de donde procede y que engendra a la vez. Los individuos somos los genes de la sociedad. Y hete aquí otra vez una relación ambigua, de amor-odio, una contradicción necesaria: el hombre y la sociedad.
Ese es el motivo por el cual utilicé el texto como introducción a Tierra de aves negras: es un símbolo de la ambigüedad absoluta. El Diálogo del pesimismo pone en tela de juicio cualquier base, principio o valor universalmente aceptado. Asímismo, representa el terrible y siempre latente conflicto del individuo con la sociedad, pero también con la naturaleza, con los dioses y con la vida; opuestos que se necesitan, entidades con intereses divergentes y a veces invisibles, conceptos que se destruyen y se retroalimentan, guerreros que se aman mientras se matan: la paradójica dupla individualidad-sociedad y su trágico destino, el hombre enfrentado al mundo, su relación dialéctica, que es, ha sido y será siempre un enigma, un laberinto, por mucho que nos esforcemos en explicarlo.
Les dejo con el primer y último parrafo del poema. ¡Disfrútenlo!
—¡Esclavo, atiéndeme!
—Heme aquí, señor, heme aquí.
—Tráeme en seguida el carro y úncelo. Quiero ir a palacio.
—¡Ve, señor, ve! Será para tu provecho. Cuando te vea el rey te colmará de honores.
—No esclavo, no iré a palacio.
—¡No vayas, señor, no vayas! Cuando te vea, el rey te mandará Dios sabe dónde, te puede hacer tomar un camino que desconoces y hacerte sufrir males noche y día.(…)
—¡Esclavo, atiéndeme!
—Heme aquí, señor, heme aquí.
—Entonces, ¿Qué será bueno hacer?
—Desnucarnos tú y yo y arrojarnos al río, eso es bueno. ¿Quién es tan grande como para elevarse al cielo? ¿Quién es tan ancho como para abarcar la tierra?
—No esclavo, te mataré primero para que me precedas en la muerte.
—Y mi señor de seguro no me sobrevivirá tres días. [1]
[2] El miedo a los bárbaros, Tzvetan Todorov. Galaxia Gutenberg, Colección: Ensayo, 2008.
[3] Tratado contra el método, Paul Feyerabend. Editorial Tecnos, 2003.
[4] Introducción a El diálogo del pesimismo, Jorge Silva Castillo