El segundo volumen de Cuentos para niños viejos ya está disponible. Incluye los siguientes cuentos, relatos y poemas: Cementerio de sirenas, Ghost in Green, Dos hermanos, Los tres sabios, Flor de pantano, La doncella, la tormenta y el extraño, y El sueño de un muerto. La edición sigue el formato del primer volumen, en concordancia con los estándares de la impresión bajo demanda de Amazon. Se puede adquirir en tapa blanda (físico) y en ebook (digital).
Seguimos renovando las antiguas ediciones, esta vez con Tierra de Aves Negras. Para las portadas, tanto de la versión en papel como en ebook, he vuelto a usar las creaciones de Xabier Gaztelumendi (echad un vistazo a su web: www.xabigaztelumendi.com), que no solo coinciden perfectamente con el contenido y atmósfera del libro, sino que son auténticas obras de arte de por sí. De nuevo, la impresión es sencilla y elegante, con los niveles de calidad que permite la impresión bajo demanda de Amazon. El contenido está revisado y corregido. ¡Espero que lo disfruten!
Poco a poco vamos renovando las antiguas ediciones. Esta vez le ha tocado a Hipólito y Fedra. Una nueva impresión elegante y discreta (dentro de los estándares de la impresión bajo demanda de Amazon) con contenido revisado y corregido. Espero que sea del agrado de los lectores.
Me complace escribir este breve post para anunciar que el primer volumen de Cuentos para niños viejos ya está a la venta en las páginas de Amazon. También la edición en tapa dura de Hambre de dioses y el breve relato El martillo de Kendra (Saga Ecnaris), la adaptación literaria del juego de fantasía infantil/juvenil realizado el pasado julio de 2022 en el Castillo de Montsonís.
En prepararación: las nuevas ediciones de Hipólito y Fedra y Tierra de aves negras, y el segundo volumen de Cuentos para niños viejos (imagino que en este orden).
¡Gracias a los ocasionales lectores, y especialmente a los que habéis valorado Hambre de dioses con comentarios tan magníficos!
Recientemente me han invitado a escribir reseñas sobre cinco libros a mi elección, pero con una temática en común. Después de pensarlo un poco, he terminado decidiéndome por cinco colecciones de cuentos que me parecen tesoros. Hay pocas cosas que se puedan adquirir tan fácilmente y que tengan un valor tan inconmensurable. Aquí os dejo las reseñas con algunas citas, ediciones recomendadas y una pequeña introducción. Algunos de los autores han aparecido ya en posts anteriores (perdón por las repeticiones).
Cinco tesoros…
Hay algo en el cuento y en el relato corto, cuando son de calidad, que queda fuera del ámbito de otros géneros literarios. Tiene que ver con la brevedad y con el hecho de que están escritos con una mensaje soterrado mediante símbolos y figuras. De esta forma, despertando en el lector la dulce frustración de lo translúcido, muestran que la realidad es elusiva, que escapa a modelos estrictos, que es sencilla en lo complejo y compleja en lo sencillo. Yo creo que todavía hoy el cuento le susurra a la intuición, y así nos ayuda a interiorizar nuestras experiencias y asimilarlas mejor que mediante la racionalización más aguda del más docto psicólogo.
De todas formas, ya sea en cuentos u otros géneros, es díficil que estos autores puedan dejar a nadie indiferente. Son para quienes buscan en la literatura más que mera diversión, tal vez una solitaria escuela donde se desarrolla la personalidad y una compresión más profunda de la experiencia de vida. Y, aun y así, el placer al leer estos textos no solo está garantizado, sino que es una condición necesaria sin la cual no podrían tener el efecto que tienen. Si hay un elemento común en los autores más profundos, es que están obsesionados con la forma.
1. Cuentos imprescindibles, de Antón Chéjov
Edición recomendada: Publisher Penguin Random House, ISBN: 978-9588820804
Por esto casi siempre la máxima expresión de la felicidad o de la desgracia es el silencio. Cuando mejor se comprenden los enamorados es cuando callan, y un discurso fogoso, apasionado, pronunciado ante una tumba, solo conmueve a los extraños, mientras que a la viuda y a los hijos del muerto les parece frío e insignificante.
fragmento de Enemigos, de A. Chéjov
Chéjov pueda ser para muchos el mejor autor de cuentos de la literatura universal. Es fácil reconocer su estilo sobrio y el talante pesimista de sus relatos, los cuales, a pesar de ello, nunca resultan pesados. La ligereza es inherente a la mejor literatura y esto en Chéjov se delinea en la sencillez, en la ausencia de exageración, en cierta resignación y hasta humor porque “las cosas son así” y “tampoco es para tanto”. Escribe sobre lo cotidiano, la intimidad, las cosas pequeñas, de familia, de pareja. Las tramas no son enrevesadas, pero las reflexiones de los personajes abren universos detrás de las palabras, aunque no se les dé importancia. Hay siempre una armonía de conjunto en cada cuento que, por triste que sea, hace que resulte entrañable. Al acabar de leerlos tengo la sensación de que se para el tiempo, que es un día de otoño, gris, de lluvia fina que se soporta con agrado, y que contemplo uno de esos paisajes abiertos, rurales y tranquilos que se han visto mil veces y de los que hay en todas partes, pero que sigen emocionándote cada vez que encuentras el tiempo para detenerte un segundo frente a ellos.
Recuerdo leer un cuento tras otro y pensar que todos eran fabulosos. Algunos, sin embargo, ocupan un lugar especial en mi memoria; por ejemplo, El pabellón número 6, Enemigos, Pequeñeces de la vida, La cigarra.
¿Existe un sentimiento más acusado que la curiosidad femenina? ¡Oh! ¡Experimentar, conocer, tocar lo que se ha soñado! ¿Qué no haría por conseguirlo? Una mujer, cuando se ha despertado su curiosidad impaciente, cometerá cualquier locura, cualquier imprudencia, cualquier audacia, no retrocederá ante nada. Me refiero a las mujeres de verdad, dotadas de este espíritu de triple fondo que parece, en la superficie, frío y juicioso, pero que tiene sus tres compartimientos secretos llenos: uno de inquietud femenina siempre agitada; el otro de astucia disfrazada de buena fe, la astucia de las personas devotas, que es refinada y temible, y, finalmente, el último, de una encantadora bajeza, de exquisitos engaños, de deliciosa perfidia, de todas esas cualidades perversas que empujan al suicidio a los amantes estúpidamente crédulos, pero que encantan a los demás.
fragmento de Una aventura parisina, de G. de Maupassant
Comparado con Chéjov (solo como referencia y sin propósito de elevar a uno sobre el otro), Maupassant es más travieso y canalla, quizá también más morboso y hasta puede que vulgar. Pero la inclinación por explorar la “vulgaridad” es en Maupassant, al igual que sucede con Tanizaki (del que hablo más abajo), un ejercicio de belleza sublimada. Maupassant es también sobrio y directo, enfocado en los bajos instintos de sus protagonistas y en las situaciones desesperadas a las que estos los conducen. Aunque la intención satírica está siempre presente y es a menudo de extrema profundidad, la ingravidez de Maupassant no condena y se muestra comprensiva hasta con los personajes más reprobables. Maupassant puede llegar a mostrar una sensibilidad y delicadeza que deja sin aliento, como, por ejemplo, en El aparcero que, de cuantos relatos haya yo leído en mi vida, este ocupa una plaza en lo alto del podio de favoritos (y del que ya hablé en un post anterior).
Destacaría muchos relatos, pero, así, de memoria: El aparcero, Chali, El Bola, La señora Hermet, El cordel, Idilio, La herencia, El Horla.
3. El silencio blanco y otros cuentos, de Jack London
—Te portaste como un valiente, amo —replicó él—, y la muerte no se atrevió a hablar.
—¿Por qué me llamas amo? —le dije, demostrándole que con ello me había ofendido—. Hemos intercambiado nuestros nombres. Para ti yo soy Otoo. Para mí tú eres Charley. Y siempre tú serás Charley para mí y yo seré Otoo para ti. Así es la costumbre. Y cuando ambos muramos, si hay una vida más allá de las estrellas y del cielo, tú para mí seguirás siendo Charley y yo para ti seguiré siendo Otoo.
—Sí, amo —me respondió con ojos luminosos humedecidos por la alegría.
fragmento de El pagano, de J. London
Yo no he leído jamás a nadie que muestre la adversidad ante el mundo natural y salvaje como lo hace Jack London. En este terreno él es un auténtico maestro, yo diría que único. Sus relatos tienen el carácter épico, dramático y solitario del hombre frente al destino. Me viene a la cabeza la sierra de cumbres envueltas en niebla de la conocida pintura de Caspar Friedrich, salvo que con London el protagonista estaría desnudo o vestido con harapos y en una postura poco soberbia, más bien reflejando pura e instintiva lucha por aguantar un día más. En sus cuentos el lector encontrará aventura, emoción, esfuerzo más allá de los límites humanos, resultando a menudo en un efecto catárquico, liberador, inspirador y trascendente.
Todos son buenísimos, pero recuerdo en especial: Por un bistec, La historia de Keesh, El pagano, Una odisea nórdica.
4. La araña y otros cuentos macabros y siniestros, de Hans Heinz Ewers
—Reconocerán, caballeros, que la impresión que deja una ejecución en todos los presentes es espantosa. Podemos decirnos cien veces: el tipo se lo merecía; es una bendición para la humanidad que se le corte la cabeza, y otras frases tan bonitas como estas, pero nunca podremos zafarnos del hecho incuestionable de que le estamos quitando la vida a un ser humano completamente indefenso. Esos gritos de «madre, madre», que nos recuerdan nuestra propia infancia y a nuestra propia madre, siempre lograrán despertar en nosotros la sensación de que cometemos un acto cobarde y miserable. Y todo lo que objetemos en contra nos parece, al menos en ese cuarto de hora, una excusa mala y huera. ¿Tengo razón?
fragmento de Los señores juristas, de H. H. Ewers
Cuando llegó este libro a mis manos jamás había oído el nombre de Hans Heinz Ewers; sin embargo, se convirtió en mi autor favorito de relatos de terror, superando incluso a Poe. Quizá es porque Ewers tiene el toque naturalista y la inclinación a explorar con inquietante agudeza los abismos de la psicología humana. La biografía quita el aliento; es, sin duda, un autor maldito. Imagino que será su afiliación al nacismo lo que habrá sepultado su relevancia relegándolo al olvido (también hay que decir que Hitler llegó a ordenar su muerte y prohibir sus libros). Estudioso de lo oculto, lo siniestro y lo grotesco, su influencia está presente en los maestros del género, aunque yo encuentro en él algo más, y es quizá esa dimensión psicológica, esa habilidad para mostrar sin empujar, que de alguna forma lo hermana con los otros cuatro autores aquí mencionados. Seguramente el lector se enfrentará en sus cuentos a cierto desafío intelectual, que vendrá acompañado por una morbosa mezcla entre el rechazo y la fascinación.
Por ejemplo: La araña, Los señores juristas, La joven blanca, El reino de las hadas.
Su hermosura no era la típica de las muchachas de los castizos barrios de la zona de Shitamachi, ni la ostentosa de las geishas; no se parecía a las hijas de los señores del pudiente barrio Yamanote y ni siquiera resultaba una belleza exótica. Si alguien quisiera calificarla con rotundidad según los cánones, podría decir que poseía un atractivo «diabólico», pues la joven mendiga coqueteaba igual que otras chicas adolescentes en flor y bajo su grotesco cuerpo de indigente refulgía un esplendor exuberante. La monstruosidad de su estado intentaba arrebatarle su hermosura, pero ésta se resistía a ser engullida. El conflicto entre ambos polos transpiraba por todos los poros de su piel. Así, esas dos fuerzas siempre contrarias, la fealdad y la belleza, pugnaban hasta mezclarse y fermentar al fin en una suerte de fulgor indescriptible y en la exhalación de una fragancia intensa.
fragmento de El fulgor de un trapo viejo, de J. Tanizaki
Tanizaki es el maestro de la perversión. Creo que es suya la frase “¡Qué me importa a mí la verdad!”, o algo parecido. Tiene un estilo tan suave y armonioso que su recorrido por las más estridentes perversiones se acepta y asimila como quien, en una tarde entre amigos, se toma una copa tras otra de un vino delicado y efímero como si fuese agua; y, luego, al alzarse del asiento, se da cuenta de que casi no se puede tener en pie. Sadismo, masoquismo, travestismo, prostitución, fetichismo…, toca todo lo que sea controvertido, y lo hace con tanta gracia que nada resulta grotesco ni estridente, todo es inocente y cree uno estar leyendo cuentos para niños, pues en Tanizaki no son más que travesuras muy “humanas”. Yo encuentro en él un espíritu afable, simpático y relajado, una cumbre de particular hermosura que le guiña el ojo a la ambigüedad, la palidez, los tonos pasteles, la ambivalencia, la relatividad, la pereza y la tolerancia.
Me encantaron: Tatuaje, Los pies de Fumiko, El fulgor de un trapo viejo, La gata, el amo y sus mujeres (este último debe de ser uno de los mejores cuentos para los amantes de mascotas que se haya escrito nunca).
Sí, es cierto que no anuncié la primera edición. Duró poco, se agotaron los ejemplares y la editorial Mundo Futuro cesó actividades poco después. Otro estrago más de la época de pandemia…
De todas formas, todas mis obras irán saliendo en nuevas ediciones poco a poco (Colección PATHOS).
En los próximos meses verán la luz tanto nuevo material como reediciones de libros previos… ¡Hasta pronto!
La nueva edición de Tierra de Aves Negras está ya disponible en formato físico y ebook gracias a Ediciones Mundo Futuro, que ha hecho un formidable trabajo de edición y maquetación, y a cuyos editores estoy sumamente agradecido.
El texto ha sido profundamente revisado y aligerado. Sinceramente, creo que la novela se lee mucho mejor. ¡Espero que la disfrutéis!
Guy de Maupassant fue un escritor prolífico. Tiene tantos cuentos que la edición completa comprende unas 2700 páginas [1], por no considerar también sus novelas (otra edición recomendable es [2]). Es decir, un prolongado placer para el amante de la literatura. Los cuentos no son muy extensos por lo general; aunque, obviamente, los hay de todo tipo. Maupassant es un extraño ejemplar —y me pregunto ahora qué buen escritor no lo es o fue—. Me refiero a que los temas y enfoques en sus cuentos son variopintos, cual si en su cabeza hubiesen habitado diferentes conciencias, múltiples personalidades, con obsesiones, momentos y preocupaciones diversos. Si, por ejemplo, llega a mis manos un cuento de Chéjov o Poe que no haya leído, me extrañaría no reconocer al autor en él. Con Maupassant sucede lo opuesto, que me es difícil abstraer una constante de los temas e intencionalidad, quizá acaso lo pueda reconocer un poco mejor por el estilo narrativo, por la forma de escribir, exponer o presentar el relato.
De todas formas, Maupassant es siempre un fino y excelso psicólogo; sus historias pueden ser naturalistas, aunque también uno encuentra en ellas a veces un romanticismo sin estridencia —o una mezcla de ambas cosas, si eso es posible—. La crudeza en lo sencillo, en lo pequeño, en lo cotidiano, pero también la belleza. Y, luego, esencial, la estética y el cuidado en la exposición, en el estilo, en la forma, que es un elemento definitivo para saber cómo el relato se hace a la piel del lector. Para ejemplo, el cuento de hoy. Juzguen ustedes mismos… Maupassant es pues polifacético, tan pronto disecciona la cruda realidad como explora temas de fantasía y terror. Quizá por ese motivo, mientras me resulta difícil leer un cuento de Chéjov del que no disfrute, con Maupassant la experiencia es más variable: algunos me encantan, otros me dejan indiferente, y otros simplemente no me gustan demasiado. Valga decir que, ya que cito a Chéjov junto a Maupassant, el ruso admiraba al francés.
Chéjov (izquierda) y Maupassant (derecha)
Los datos biográficos de Maupassant no tienen desperdicio. Con él —aunque también con muchos otros, y creo que no se salva ninguno de los que hemos hablado hasta el momento— recuerdo lo que me dijo una vieja amiga al hablar sobre su madre y lo que esta mujer deseaba para su familia. Esta señora decía: “¡Quiero hijos sanos, no escritores!”. Si uno piensa en el caso que nos ocupa, no le falta razón. Aunque, antes bien y si se me permite generalizar, considero que los escritores, o acaso los más literarios, son los outsiders por excelencia de nuestra sociedad, de común sensibles observadores a quienes quizá el mundo les duele un poco más que a los demás. Volviendo a Maupassant… Nuestro autor murió en un manicomio, al igual que su madre. En sus últimos tiempos su estabilidad mental sufrió un progresivo deterioro. De joven fue apadrinado por Flaubert. Era convencidamente libertino y promiscuo, sacrílego, misógino, morboso, insaciable en lo sexual, dado al alcohol, al opio y a otras drogas, activo deportista empero; solitario, depresivo, atacado por fuertes dolores de cabeza y trastornos nerviosos toda la vida. Intento suicidarse… Sin embargo, cuando escribe, incluso si el tema es truculento, delicado o sombrío, la literatura es serena, sobria, casi sin excepción a lo largo de toda su obra. Me sorprende lo poco que le cuesta a Maupassant mantener la distancia e inyectar el justo aporte de emoción, pasión o entrega. Y siempre con un estilo sencillo y directo. Además, leí los cuentos en orden cronológico para ver si era capaz de captar cierta evolución psicológica en el autor. Para que entréis un poco más en el personaje, os refiero a una de sus citas más conocidas, aunque insisto en que con Maupassant tengo la impresión de que el hombre y el escritor eran dos personas distintas:
“Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos solos y todos nuestros actos y esfuerzos tienden a huir de esa soledad”.
Hay varios cuentos que podría destacar y que me impactaron hasta el punto de dejarme sumido en ese estado de autocomplacencia e iluminación que solo provoca el arte de calidad en cualquiera de sus variantes. Dura un breve lapso, y a mí me suele pasar en los medios de transporte, porque casi siempre leo en los desplazamientos diarios. Cualquiera que me observe en ese instante verá a una persona satisfecha y felizmente ausente. Uno se siente como si durante un suspiro le hubiesen dado alas para volar por encima de la humanidad; y en ese vuelo efímero, desde las alturas, está uno más hermanado y en armonía con el universo que en ningún otro momento. A menudo pienso entonces: “no se podría haber dicho mejor”.
Pero solo voy a comentar un cuento, no sabría decir si mi favorito, quizá… El cuento, del que he evitado mencionar el título hasta este momento, es el Aparcero y está disponible para descarga gratis en pdf desde aquí: [3]. Comentar este cuento es un reto, porque no deseo arruinar la experiencia de la primera lectura al que no lo conozca todavía. Mencionar demasiado sería un error. Es un cuento breve y tiene un gran ritmo, en el sentido en que la historia se va desplegando poco a poco y, es precisamente gracias a ese ritmo, que el relato alcanza tanta belleza. Prefiero despertar el deseo de leerlo, tentar y seducir, que no diseccionarlo. Vamos a ver si lo logro.
En el relato hay cuatro personajes principales. Es un clásico ejemplo de cuento dentro de cuento; es decir, el narrador crea y sitúa al lector en un escenario que dice haber vivido. Describe el lugar, introduce el espíritu. Maupassant lo hace de forma magistral. Un ejemplo:
“Entramos en la alquería. La cocina ahumada era alta y espaciosa. Los objetos de cobre y las lozas brillaban, iluminados por los reflejos del hogar. Un gato dormitaba sobre una silla; un perro dormía debajo de la mesa. Olía, allí dentro, a leche, a manzana, a humo y a ese olor innombrable de las viejas casas de campo, olor a suelo, a paredes, a muebles, olor a viejas sopas derramadas, a viejos fregados y a viejos moradores, olor a bestias y a personas mezcladas, a cosas y a seres, olor del tiempo, del tiempo pasado.”[3]
Me gusta de forma particular este párrafo —aunque es extensible a toda la primera parte— porque crea una atmósfera que va a rodear a los personajes y acompañar el sentir del cuento como su alma. Es el marco de la pintura, que posee un espíritu lento y melancólico. Ese espíritu lo impregna todo, va más allá del cuadro, es el sentir de Maupassant, quien parece posar la pluma sobre el vientre al escribir; el espíritu se extiende en la esencia de la historia y alimenta la personalidad de los personajes.
En el cuento, el narrador principal se halla junto a un amigo, un barón. Con curiosidad observa el respeto y la cordialidad con la que el barón se relaciona con su aparcero y le pregunta sobre ello. El barón relata entonces la historia, pasando a ser el segundo narrador. El cuento obtiene así dos niveles narrativos, y ambos son necesarios, pues la historia debe ser entendida desde varias perspectivas y vista desde los ojos de todos los personajes. El aparcero es un cuento precioso, entrañable, pero también muy triste. Los personajes, los cuatro, son personas tranquilas, moderadas, tímidas, educadas e íntegras. La fatalidad, si es que ocurre, viene de la propia e inevitable condición humana, de su capricho, de los inevitables conflictos intrínsecos al hombre y la mujer que, aun sin mala intención, se crean por la simple interacción, debido a intereses, momentos, dificultades para comunicarse o bien la incapacidad natural para ver lo que sucede en los demás. No es culpa de nadie, las cosas solo son así.
Especial atención merecen ciertos detalles: el respeto que se prodigan cada par de personajes, cómo se ven entre ellos, cómo se miran en silencio. Admirable es cómo Maupassant nos muestra cómo pueden llegar a vivir sus pasiones algunas personas de carácter sensible e introvertido. Personas de pocas palabras, no acostumbradas a hablar de sentimientos y, quizá, ya por su condición o naturaleza, de un temperamento débil y suave que no se toma derechos.
Acabo con una última cita, elegante y perfecta, que son las dos frases con las que concluye el cuento, con el deseo de que sea también un bonito cierre para este artículo:
“Desde entonces, vuelvo aquí todos los años. Y, no sé por qué, me siento turbado como un culpable delante de ese hombre que tiene siempre el aire de perdonarme.”[3]
Hoy, pasado el ecuador de Abril, nieva en Viena y hace un frío espantoso. Sin embargo, el primer domingo del mes tuvimos un día muy caluroso, plenamente veraniego. Fue un día de aquellos en los que a uno le parece estar viviendo en una idílica fotografía del pasado. El tiempo se eternizaba con la plácida caricia del sol como si el día siguiente, un lunes de trabajo, nunca fuese a llegar. Yo no tenía plan para ese día salvo un breve encuentro por la tarde, así que me dediqué a vagabundear por los cafés y jardines de Viena, a escribir, leer y dormir en cualquier banco o a la sombra de algún árbol; buscaba disfrutar de eso que los japoneses llaman komorebi.
Komorebi: «los rayos del sol que se filtran a través de las hojas de los árboles»
Sucedió que llegué a una de mis plazas favoritas. Busqué la sombra, pero el sol reinaba en todas partes, un sol deslumbrante, así que no tuve más remedio que sentarme a su pleno alcance y entregarme a la escritura y al sueño casi por igual, pues era difícil no dejarse llevar por un cálido y despreocupado amodorramiento. No pasó mucho tiempo, una muchacha se sentó frente a mí, a unos siete u ocho metros de distancia, y se puso a leer un libro. Llevaba el pelo recogido, vestía ropas lisas y frescas que parecían flotarle respetuosas sobre la piel. Los tobillos desnudos me llamaron la atención; podía apreciarlos con claridad pues llevaba mocasines sin calcetines y los pantalones cortaban a media pantorrilla. Luego advertí también la saludable blancura del cuello y de los brazos. De una visión tan armónica y estilizada me fascinaron varios contrastes. El primero, un par de pequeños tatuajes en la parte interior del brazo y el antebrazo, creo que eran símbolos orientales. No soy un experto, pero pensé que esas zonas del cuerpo son muy sensibles y no están a menudo expuestas a la observación; es decir, había algo particularmente íntimo en esos tatuajes. Los tobillos me tenían hipnotizado.
Tobillos y tatuajes me hicieron recordar a Junichiro Tanizaki y sus cuentos de amor, tan sensuales y a las vez tan maliciosos, traviesos, suavemente retorcidos. Tanizaki fue un esteta, un hedonista, a menudo obsesionado en buscar la belleza en sus vertientes mas perversas. En concreto recordé Tatuaje y Los pies de Fumiko. En la formal relación entre una jovencita y su tatuador, el primer cuento sublima cierto sadismo y masoquismo, inofensivo si se quiere, pero punzante; el segundo disfruta de un claro fetichismo, con inocencia pícara aunque consciente de que roza lo patológico. Tanizaki es otro autor no demasiado conocido en Occidente que merece su hueco en esta página, pero quizá no hoy. Prosigo con la anécdota. El tercer contraste en esa muchacha era el libro en sí, un tomo grueso y viejo, casi polvoriento, que rompía, como un dique rompe el mar, la delicada fluidez de la visión en su conjunto. Resumiendo, la imagen no podía ser más sugerente para el que aquí escribe.
Me levanté del banco y me acerqué a la muchacha. Me presenté y le dije que sentía una tremenda curiosidad por saber qué estaba leyendo. Ella era hermosa en las distancias cortas, elegante y fina, de ojos claros, rasgos suaves pero con un remate afilado, un algo felino en su rostro, y en mí se despertaba la imagen insidiosa de un pequeño cuchillo con filo de diamante. Me contestó con mucha amabilidad y simpatía y, al tiempo, con tranquilidad y apostura, un dominio de sí tal que haría sentir inseguro a cualquier hombre. ¿Y qué leía? Pues estaba a punto de finalizar una novela de Jane Austen.
Jane Austen. «¿Por qué no?», me dije, «Es un día perfecto para leer a Jane Austen». Pero tampoco es de Jane Austen de quien voy a hablar hoy; no porque no merezca la pena, pero sería hipócrita, cuando no absurdo, decir que la autora inglesa es poco conocida. Quizá tiene textos brillantes poco frecuentados, pero entonces también yo los desconozco. Debido a mi inclinación por un romanticismo más oscuro, cuando pienso en Jane Austen a menudo salta a mi cabeza Emily Brontë. Si una es la luminosa reina de la literatura inglesa, la otra es su sombría emperatriz. No voy a la única novela que escribió, Cumbres borrascosas, impresionante hasta el dolor (lee el libro si no lo has leído); voy a un poema cuyos últimos versos me dejaron fuera de juego la primera vez que tuve el placer de leerlos (y la segunda, y la tercera). El poema se titula: El viento nocturno.
A quien le parezca que la introducción es un poco larga y extraña para terminar hablando de este poema, no se lo reprocho. Pero me pareció adecuado porque la anécdota es genuina y, tal episodio, ese sol veraniego y el encuentro con esa misteriosa muchacha que leía a Jean Austen, me hizo luego regresar a casa repitiendo en mi mente los últimos versos de El viento nocturno, además de despertarme una ganas renovadas de escribir sobre ello. Pero…, ¡vamos de una vez con el poema! (copiado de [2]):
En la suave medianoche del estío,
Una luna despejada brilló
A través de nuestra ventana
Y los rosales bañados en rocío.
Me senté en la reflexión silenciosa;
El viento suave agitó mi cabello;
Me dijo que cielo era un destello,
Y la tierra durmiente, justa.
No necesité sus toques
Para alimentar estos pensamientos;
Así y todo susurró, diciendo,
«¡Cuán oscuros serían los bosques!»
«Las hojas gruesas en mi murmullo
Crujen como en un sueño,
Y de sus incontables voces es dueño
Un instinto que parece arrullo».
Dije, «Ve, apacible murmurante,
Tu cortés melodía es única:
Pero no pienses que su música
Tiene el poder de alcanzar mi mente.»
«Juega con la flor perfumada,
La rama tierna del jóven árbol,
Y deja mis sentimientos humanos
En su propio cauce inquieto.»
El vagabundo no me oyó:
Su beso se entibió cálidamente:
«¡Oh, Ven!» suspiró dulcemente;
«Seré yo contra tu voluntad»
«¿No fuimos amigos en la infancia?
¿No te he amado hace mucho tiempo?
Mientras tú, la noche solemne,
Mi canto despertabas con tu silencio.»
«Que cuando repose tu corazón
Bajo la fría lápida de cemento,
Yo tendré tiempo para el lamento,
Y tú para estar sola.»
Antes de comentar el texto, digamos algo más sobre la misteriosa Emily Brontë. Emily era la quinta de seis hermanos, nacida en una familia con talento y mala suerte por igual. Murió con 30 años de tuberculosis, al igual que el resto de sus cinco hermanos, de los cuales la que más duró fue Charlotte, que casi alcanza los 39. Hay que decir que no solo Emily fue una escritora soberbia, también Anne y Charlotte escribieron obras que se han convirtido con el paso del tiempo en clásicos de la literatura inglesa. Emily, Charlotte, Anne y Branwell Brontë fueron artistas precoces que disfrutaron en su juventud creando mundos imaginarios y compartiendo su pasión por la literatura. Sin embargo, es la obra de Emily la que está reconocida como la de mayor calidad, opinión que comparto.
Dijese lo que dijese Barthes sobre la relación entre el autor y la obra, no puedo evitar interesarme por el autor de las obras que llaman mi atención. Puede que sea una deformación particular, quizá ansío acercarme y entender la cabeza que concibió esas imágenes, esos personajes, esas situaciones… Las obras se adhieren una a otra, el autor se suma a ellas y, en su conjunto, me parece que se crea un conglomerado maravilloso. Entiendo que se diga que hay que desligar la obra de su creador, que, si no, la obra no se quita el lastre de ser algo artificioso y manufacturado; pero en verdad pienso que la obra y el artista son inseparables, y hay placer estético en las claves de lo psicológico, en descubrir la intencionalidad, las obsesiones, las frustraciones, los valores y, a lo sumo, el espíritu del artista y por qué dijo, escribió, compuso o pintó lo que dijo, escribió, compuso o pintó (incluso aunque uno se equivoque en su análisis). Para conocer mejor a Emily voy a citar una definición que aparece originalmente en [1], pero que he traducido de la página de wikipedia en inglés. Según [1], a Emily le caracterizaba…
una mezcla peculiar de timidez y corage espartano. Era dolorosamente retraída, pero en lo físico valiente hasta un grado sorprendente. Amaba a pocas personas, pero a esas pocas lo hacía con una pasión de ternura autosacrificada y devoción. Ante los fallos de otras personas era comprensiva e indulgente, pero sobre sí misma mantuvo siempre una contínua y austera vigilancia, nunca permitiéndose el desviarse ni un instante de lo que ella consideraba su deber.
Me parece una descripción que encaja con lo que puedo adivinar entre lineas. Bajo una mampara de racionalidad, introversión y templanza, que no es aparente, había un volcán de emoción y pasión; fuego, sangre y tormenta, controlados tal vez, pero fuego, sangre y tormenta de todas formas. No debe sorprender que haya personas en los que ambos extremos ―lo racional y lo irracional, el autocontrol y los sentimientos más arrebatados, el ello y el super-yo― sean ambos gigantes que, de alguna manera, conviven en un pulso más o menos armónico. Hay quien ha dudado de la salud mental de Emily, o bien que pudiera ser una persona triste o inestable, aunque yo no creo que lo fuese más que cualquier otro artista.
¿Por qué digo esto? Vamos de vuelta al poema. Si se lee al revés; esto es, si se empieza por la última estrofa sin saber quién está hablando…
«Que cuando repose tu corazón
Bajo la fría lápida de cemento,
Yo tendré tiempo para el lamento,
Y tú para estar sola.»
Esta estrofa provoca una escalofriante mezcla de horror y belleza. No puedo pensar en ningún ser humano capaz de llegar a formular algo semejante, o no puedo imaginar un contexto para que alguien diga algo así. Ni siquiera lo imagino de labios de un Drácula, que es el monstruo romántico del amor obsesivo e inmortal. El amor del clásico vampiro puede ser posesivo, cruel, agresivo, sangriento, egoísta…, pero es tambień, de alguna manera, positivo, pues ansía, como todo amor que se vive con intensidad, vivir y vivir; esto es, la prolongación, la inmortalidad: «he cruzado océanos de tiempo para encontrarte», poco más queda por decir… Compárese con estos cuatro versos. Es desconcertante que en plena expresión de un amor tan intenso se recuerde también su ineludible destrucción, su inevitable derrota. ¿Por qué? Es demasiado truculento, macabro, casi escatológico… Esos cuatro versos sugieren además una ansiedad o necesidad destructiva entre dos seres que solo puede curar la muerte. Así que, incluso pensando en ficción, solo recuerdo ahora dos personajes capaces de decir algo así: la diabólica pareja de Cumbres Borrascosas, Heathcliff o Chaterine, cualquiera de los dos. En fin, de nuevo en el poema, uno se tranquiliza al saber que esos versos finales no los pronuncia un ser humano, sino el viento. ¿Y qué es el viento para Emily?
En mi opinión el poema no surje de una ocurrencia, sino que es la transcripción directa de una experiencia. Me puedo imaginar a Emily contemplando el bosque y los árboles mecidos por el viento desde la tranquilidad y protección de su casa. Me la puedo imaginar estableciendo paralelismos entre esa escena y su propio mundo interior. Lo puedo imaginar porque, afortunado de mí, vivo casi en el bosque, y desde la terraza de mi habitación contemplo cada noche una escena similar. La oscuridad de los árboles, su danza en el viento, tienen una fuerza sugerente y seductora que es difícil de explicar. Uno advierte el fuerte contraste entre lo civilizado y lo salvaje, siente la llamada de lo irracional, de lo misterioso, siente el deseo de dejarse llevar por los instintos, por cierta autodestrucción, quizá eso que los franceses llaman l’appel du vide. El viento es pues la voz de esa seducción misteriosa que proviene de la psique de Emily, de su parte más irracional, primitiva, de sus emociones y deseos más instintivos.
Las cuatro primeras estrofas sirven para crear la escena y dotarle de atmósfera. Lo hace a la perfección. En ella Emily se presenta a sí misma como una persona racional, sabia y serena, aunque melancólica. Y nótese que esa atmósfera que con suavidad envuelve a Emily es siempre sensual, seductora, tentadora… y sexual. Sea más o menos un deseo explícito o simbólico, lo sexual forma parte innegable del anhelo, de lo oscuro, del misterio y, quizá, de la represión de Emily. No digo que sea lo más importante, pero impregna el misterio como un tono, como un acento, como parte de la esencia. En la quinta estrofa la poetisa muestra de nuevo su autocontrol, su racionalidad, se reconoce a sí misma muy por encima y capaz de dominar sus instintos. Sin embargo, en la sexta estrofa ya Emily le pide al viento que deje de tentarla. Aquí hay dos imágenes que son casi explícitamente sexuales: «Juega con la flor perfumada» y «La rama tierna del jóven árbol». El poema admitirá muchas lecturas, pero en este punto Emily revela la carnalidad de su deseo.
En el siguiente párrafo, Emily, consciente o inconscientemente, cede ante la seducción pues se dulcifica la forma de valorar al adversario que la asedia. Es genial haber escogido al viento como el otro, porque el viento envuelve, roza y acaricia todo, y tal es lo que ella siente: se siente invadida por todas partes. Así Emily cae, se deja enamorar, cierra los ojos, los labios y desea… «Su beso se entibió cálidamente» es casi un gemido, me parece una traducción tan libre como fantástica de «Its kiss grew warmer still«, ese intento vano por crear una gradación imposible y definir lo indefinible, que es característica de aquellos a quien la pasión o el amor les ha transtornado, y así sufren de una hipersensibilidad enfermiza.
En el siguiente párrafo el viento sigue hablando y recuerda que Emily ya fue suya, en la infancia. Quizá esto se refiera a que ella recuerda haber disfrutado de sus fantasías con más libertad cuando niña, quiza refiera a ciertos hechos concretos, quizá simplemente se sentía más libre, más natural, más auténtica, menos atada a las responsabilidades de la vida adulta, identificadas con la racionalidad, el deber, el pragmatismo, el autosacrificio, la privación voluntaria, el orden, la perfección autoimpuesta, la realidad, la moralidad. Atentos al detalle de que ella se refiere a sí misma como «la noche solemne»; esto es, oscura, oculta profundidades, pero sin estridencia, sin pathos, serena, calma, orgullosamente en control.
Pero…, ¿por qué cierra el poema de forma tan violenta? El viento deja de ser suave y adquiere un cariz siniestro. Nadie seduce hablando de la muerte excepto que sea la misma muerte. ¿Por qué el viento le recuerda la muerte? ¿Por qué se vuelve cruel de repente, justo cuando Emily empezaba a abrazarlo y a dejarse llevar? En verdad que ella entrevee algo maligno, indeseable o aciago en el viento ―la otra cara―. Emily reconoce en su deseo de fantasía un aspecto negativo real, a pesar del innegable, cálido y despreocupado atractivo de lo fantástico. La muerte ―igual que en el tarot― representa el cambio, pero un cambio sin retorno. De la sugerente irracionalidad Emily sabe que no volvería, y eso es algo que no está dispuesta a aceptar. No quiere desligarse de esa parte de sí misma donde ha encontrado orgullo, la altanera e inmaculada arrogancia del sabio. Del pecado no se vuelve, fallar una vez es sucumbir para siempre.
El «komorabi» nocturno
Si empecé por la última estrofa es porque pienso que Emily empezó también a escribir el poema por la última estrofa. La veo sentada junto a la ventana mientras oberva cómo el viento mece los árboles y siente la ominosa presencia del bosque oscuro. Tal vez esa noche algunas de sus hermanas acudieron a una fiesta o un acto social que ella rechazó con orgullo, cuando una parte de sí deseaba ir. Se siente sola, y siente que cumplir su destino le condena a la soledad. Entonces le acude la idea a la cabeza: „Ya vas a pasar mucho tiempo sola cuando estés muerta“. La psique le crítica su actitud, su orgullo, la elección (¿?) de su personalidad, el sinsentido de su sufrimiento; la muerte es un eficaz argumento para derribar las torres que alzan ciertos idealismos, pues la muerte le quita sentido a todo. Pero Emily no puede dejar de ser Emily, por eso renunciar a sí misma, a los propios ideales, al carácter forjado desde antiguo, se antoja también como una muerte. Si cedo, si sucumbo a deseos mundanos, dejo de ser yo. La imagen de la muerte expresa la dificultad, la dimensión de la ruptura y el conflicto interno. La crueldad de la última estrofa es la crueldad con la que Emily se trata a sí misma. Al final, Emily no sucumbe, la solemne noche no sucumbre, que sucumbe el viento. Emily no se moverá de la silla, no será ella quien vaya. El poema sugiere, de todas formas, su imperiosa necesidad, cuya violencia se manifiesta en su literatura. Quiere decir que lo necesita, que no irá voluntariamente, pero que cederá si el viento nocturno viene a ella, si acaso no fuese solo viento, que las defensas de su racionalidad son débiles ahora.
Terminé mi día pues sentado en la terraza observando el bosque, el cielo nocturno y dejándome arrullar también por el viento. Así imaginaba a Emily y casi la sentía a mi lado. Me di cuenta entonces de que había empezado el día en busca del komorabi y ahora presenciaba algo que no era el komorabi, pero sí lo era, pues la luz de la noche no dejaba de ser la luz reflejada del sol, y yo veía esa luz como una sombra, perceptible por la sombra más oscura de los árboles. Una nueva idea de identidad se apareció ante mí, una identidad que se consolida en su contrario, como indivisible y necesario; cuanto más se es, más se es también lo inverso. Así que esa segunda imagen, sin ser komorabi, era komorabi. Eso me llevó a pensar que no había escapatoria para Emily, que en absoluto podía escapar de sí misma imaginando su opuesto, que escribir esa poesía quizá aliviaba cierta angustia y la liberaba en la fantasía, pero no la liberaba en el mundo real…
En fin, debo agradecerle a la muchacha que leía a Jean Austen la inspiración y que me haya hecho visitar una vez más a Emily Brontë y a este poema en particular. Es maravilloso que a veces el mundo sea tan… redondo, o bien, que la mente humana tenga la capacidad, o la necesidad, de redondearlo.
El pasado 18 de junio se celebró el día de la Hispanofonía (o día de Cervantes) en el Instituto Cervantes de Viena. Aquí tenéis un par de links de referencia:
Fue un día de puertas abiertas con diversas actividades culturales a propósito de los países y culturas de habla hispana. A algunos escritores y periodistas residentes en Viena se nos invitó a hacer una lectura en público, o bien dar una pequeña charla sobre Cervantes o la Literatura. Para mí fue un verdadero placer y un honor asistir.
Lamentablemente, por motivos de privacidad, en principio solo se me permite mostrar estas fotos (también he cazado por Internet la de más arriba).