Hoy, pasado el ecuador de Abril, nieva en Viena y hace un frío espantoso. Sin embargo, el primer domingo del mes tuvimos un día muy caluroso, plenamente veraniego. Fue un día de aquellos en los que a uno le parece estar viviendo en una idílica fotografía del pasado. El tiempo se eternizaba con la plácida caricia del sol como si el día siguiente, un lunes de trabajo, nunca fuese a llegar. Yo no tenía plan para ese día salvo un breve encuentro por la tarde, así que me dediqué a vagabundear por los cafés y jardines de Viena, a escribir, leer y dormir en cualquier banco o a la sombra de algún árbol; buscaba disfrutar de eso que los japoneses llaman komorebi.

Sucedió que llegué a una de mis plazas favoritas. Busqué la sombra, pero el sol reinaba en todas partes, un sol deslumbrante, así que no tuve más remedio que sentarme a su pleno alcance y entregarme a la escritura y al sueño casi por igual, pues era difícil no dejarse llevar por un cálido y despreocupado amodorramiento. No pasó mucho tiempo, una muchacha se sentó frente a mí, a unos siete u ocho metros de distancia, y se puso a leer un libro. Llevaba el pelo recogido, vestía ropas lisas y frescas que parecían flotarle respetuosas sobre la piel. Los tobillos desnudos me llamaron la atención; podía apreciarlos con claridad pues llevaba mocasines sin calcetines y los pantalones cortaban a media pantorrilla. Luego advertí también la saludable blancura del cuello y de los brazos. De una visión tan armónica y estilizada me fascinaron varios contrastes. El primero, un par de pequeños tatuajes en la parte interior del brazo y el antebrazo, creo que eran símbolos orientales. No soy un experto, pero pensé que esas zonas del cuerpo son muy sensibles y no están a menudo expuestas a la observación; es decir, había algo particularmente íntimo en esos tatuajes. Los tobillos me tenían hipnotizado.
Tobillos y tatuajes me hicieron recordar a Junichiro Tanizaki y sus cuentos de amor, tan sensuales y a las vez tan maliciosos, traviesos, suavemente retorcidos. Tanizaki fue un esteta, un hedonista, a menudo obsesionado en buscar la belleza en sus vertientes mas perversas. En concreto recordé Tatuaje y Los pies de Fumiko. En la formal relación entre una jovencita y su tatuador, el primer cuento sublima cierto sadismo y masoquismo, inofensivo si se quiere, pero punzante; el segundo disfruta de un claro fetichismo, con inocencia pícara aunque consciente de que roza lo patológico. Tanizaki es otro autor no demasiado conocido en Occidente que merece su hueco en esta página, pero quizá no hoy. Prosigo con la anécdota. El tercer contraste en esa muchacha era el libro en sí, un tomo grueso y viejo, casi polvoriento, que rompía, como un dique rompe el mar, la delicada fluidez de la visión en su conjunto. Resumiendo, la imagen no podía ser más sugerente para el que aquí escribe.
Me levanté del banco y me acerqué a la muchacha. Me presenté y le dije que sentía una tremenda curiosidad por saber qué estaba leyendo. Ella era hermosa en las distancias cortas, elegante y fina, de ojos claros, rasgos suaves pero con un remate afilado, un algo felino en su rostro, y en mí se despertaba la imagen insidiosa de un pequeño cuchillo con filo de diamante. Me contestó con mucha amabilidad y simpatía y, al tiempo, con tranquilidad y apostura, un dominio de sí tal que haría sentir inseguro a cualquier hombre. ¿Y qué leía? Pues estaba a punto de finalizar una novela de Jane Austen.
Jane Austen. «¿Por qué no?», me dije, «Es un día perfecto para leer a Jane Austen». Pero tampoco es de Jane Austen de quien voy a hablar hoy; no porque no merezca la pena, pero sería hipócrita, cuando no absurdo, decir que la autora inglesa es poco conocida. Quizá tiene textos brillantes poco frecuentados, pero entonces también yo los desconozco. Debido a mi inclinación por un romanticismo más oscuro, cuando pienso en Jane Austen a menudo salta a mi cabeza Emily Brontë. Si una es la luminosa reina de la literatura inglesa, la otra es su sombría emperatriz. No voy a la única novela que escribió, Cumbres borrascosas, impresionante hasta el dolor (lee el libro si no lo has leído); voy a un poema cuyos últimos versos me dejaron fuera de juego la primera vez que tuve el placer de leerlos (y la segunda, y la tercera). El poema se titula: El viento nocturno.
A quien le parezca que la introducción es un poco larga y extraña para terminar hablando de este poema, no se lo reprocho. Pero me pareció adecuado porque la anécdota es genuina y, tal episodio, ese sol veraniego y el encuentro con esa misteriosa muchacha que leía a Jean Austen, me hizo luego regresar a casa repitiendo en mi mente los últimos versos de El viento nocturno, además de despertarme una ganas renovadas de escribir sobre ello. Pero…, ¡vamos de una vez con el poema! (copiado de [2]):
En la suave medianoche del estío,
Una luna despejada brilló
A través de nuestra ventana
Y los rosales bañados en rocío.Me senté en la reflexión silenciosa;
El viento suave agitó mi cabello;
Me dijo que cielo era un destello,
Y la tierra durmiente, justa.No necesité sus toques
Para alimentar estos pensamientos;
Así y todo susurró, diciendo,
«¡Cuán oscuros serían los bosques!»«Las hojas gruesas en mi murmullo
Crujen como en un sueño,
Y de sus incontables voces es dueño
Un instinto que parece arrullo».Dije, «Ve, apacible murmurante,
Tu cortés melodía es única:
Pero no pienses que su música
Tiene el poder de alcanzar mi mente.»«Juega con la flor perfumada,
La rama tierna del jóven árbol,
Y deja mis sentimientos humanos
En su propio cauce inquieto.»El vagabundo no me oyó:
Su beso se entibió cálidamente:
«¡Oh, Ven!» suspiró dulcemente;
«Seré yo contra tu voluntad»«¿No fuimos amigos en la infancia?
¿No te he amado hace mucho tiempo?
Mientras tú, la noche solemne,
Mi canto despertabas con tu silencio.»«Que cuando repose tu corazón
Bajo la fría lápida de cemento,
Yo tendré tiempo para el lamento,
Y tú para estar sola.»
Antes de comentar el texto, digamos algo más sobre la misteriosa Emily Brontë. Emily era la quinta de seis hermanos, nacida en una familia con talento y mala suerte por igual. Murió con 30 años de tuberculosis, al igual que el resto de sus cinco hermanos, de los cuales la que más duró fue Charlotte, que casi alcanza los 39. Hay que decir que no solo Emily fue una escritora soberbia, también Anne y Charlotte escribieron obras que se han convirtido con el paso del tiempo en clásicos de la literatura inglesa. Emily, Charlotte, Anne y Branwell Brontë fueron artistas precoces que disfrutaron en su juventud creando mundos imaginarios y compartiendo su pasión por la literatura. Sin embargo, es la obra de Emily la que está reconocida como la de mayor calidad, opinión que comparto.
Dijese lo que dijese Barthes sobre la relación entre el autor y la obra, no puedo evitar interesarme por el autor de las obras que llaman mi atención. Puede que sea una deformación particular, quizá ansío acercarme y entender la cabeza que concibió esas imágenes, esos personajes, esas situaciones… Las obras se adhieren una a otra, el autor se suma a ellas y, en su conjunto, me parece que se crea un conglomerado maravilloso. Entiendo que se diga que hay que desligar la obra de su creador, que, si no, la obra no se quita el lastre de ser algo artificioso y manufacturado; pero en verdad pienso que la obra y el artista son inseparables, y hay placer estético en las claves de lo psicológico, en descubrir la intencionalidad, las obsesiones, las frustraciones, los valores y, a lo sumo, el espíritu del artista y por qué dijo, escribió, compuso o pintó lo que dijo, escribió, compuso o pintó (incluso aunque uno se equivoque en su análisis). Para conocer mejor a Emily voy a citar una definición que aparece originalmente en [1], pero que he traducido de la página de wikipedia en inglés. Según [1], a Emily le caracterizaba…
una mezcla peculiar de timidez y corage espartano. Era dolorosamente retraída, pero en lo físico valiente hasta un grado sorprendente. Amaba a pocas personas, pero a esas pocas lo hacía con una pasión de ternura autosacrificada y devoción. Ante los fallos de otras personas era comprensiva e indulgente, pero sobre sí misma mantuvo siempre una contínua y austera vigilancia, nunca permitiéndose el desviarse ni un instante de lo que ella consideraba su deber.
Me parece una descripción que encaja con lo que puedo adivinar entre lineas. Bajo una mampara de racionalidad, introversión y templanza, que no es aparente, había un volcán de emoción y pasión; fuego, sangre y tormenta, controlados tal vez, pero fuego, sangre y tormenta de todas formas. No debe sorprender que haya personas en los que ambos extremos ―lo racional y lo irracional, el autocontrol y los sentimientos más arrebatados, el ello y el super-yo― sean ambos gigantes que, de alguna manera, conviven en un pulso más o menos armónico. Hay quien ha dudado de la salud mental de Emily, o bien que pudiera ser una persona triste o inestable, aunque yo no creo que lo fuese más que cualquier otro artista.
¿Por qué digo esto? Vamos de vuelta al poema. Si se lee al revés; esto es, si se empieza por la última estrofa sin saber quién está hablando…
«Que cuando repose tu corazón
Bajo la fría lápida de cemento,
Yo tendré tiempo para el lamento,
Y tú para estar sola.»
Esta estrofa provoca una escalofriante mezcla de horror y belleza. No puedo pensar en ningún ser humano capaz de llegar a formular algo semejante, o no puedo imaginar un contexto para que alguien diga algo así. Ni siquiera lo imagino de labios de un Drácula, que es el monstruo romántico del amor obsesivo e inmortal. El amor del clásico vampiro puede ser posesivo, cruel, agresivo, sangriento, egoísta…, pero es tambień, de alguna manera, positivo, pues ansía, como todo amor que se vive con intensidad, vivir y vivir; esto es, la prolongación, la inmortalidad: «he cruzado océanos de tiempo para encontrarte», poco más queda por decir… Compárese con estos cuatro versos. Es desconcertante que en plena expresión de un amor tan intenso se recuerde también su ineludible destrucción, su inevitable derrota. ¿Por qué? Es demasiado truculento, macabro, casi escatológico… Esos cuatro versos sugieren además una ansiedad o necesidad destructiva entre dos seres que solo puede curar la muerte. Así que, incluso pensando en ficción, solo recuerdo ahora dos personajes capaces de decir algo así: la diabólica pareja de Cumbres Borrascosas, Heathcliff o Chaterine, cualquiera de los dos. En fin, de nuevo en el poema, uno se tranquiliza al saber que esos versos finales no los pronuncia un ser humano, sino el viento. ¿Y qué es el viento para Emily?
En mi opinión el poema no surje de una ocurrencia, sino que es la transcripción directa de una experiencia. Me puedo imaginar a Emily contemplando el bosque y los árboles mecidos por el viento desde la tranquilidad y protección de su casa. Me la puedo imaginar estableciendo paralelismos entre esa escena y su propio mundo interior. Lo puedo imaginar porque, afortunado de mí, vivo casi en el bosque, y desde la terraza de mi habitación contemplo cada noche una escena similar. La oscuridad de los árboles, su danza en el viento, tienen una fuerza sugerente y seductora que es difícil de explicar. Uno advierte el fuerte contraste entre lo civilizado y lo salvaje, siente la llamada de lo irracional, de lo misterioso, siente el deseo de dejarse llevar por los instintos, por cierta autodestrucción, quizá eso que los franceses llaman l’appel du vide. El viento es pues la voz de esa seducción misteriosa que proviene de la psique de Emily, de su parte más irracional, primitiva, de sus emociones y deseos más instintivos.
Las cuatro primeras estrofas sirven para crear la escena y dotarle de atmósfera. Lo hace a la perfección. En ella Emily se presenta a sí misma como una persona racional, sabia y serena, aunque melancólica. Y nótese que esa atmósfera que con suavidad envuelve a Emily es siempre sensual, seductora, tentadora… y sexual. Sea más o menos un deseo explícito o simbólico, lo sexual forma parte innegable del anhelo, de lo oscuro, del misterio y, quizá, de la represión de Emily. No digo que sea lo más importante, pero impregna el misterio como un tono, como un acento, como parte de la esencia. En la quinta estrofa la poetisa muestra de nuevo su autocontrol, su racionalidad, se reconoce a sí misma muy por encima y capaz de dominar sus instintos. Sin embargo, en la sexta estrofa ya Emily le pide al viento que deje de tentarla. Aquí hay dos imágenes que son casi explícitamente sexuales: «Juega con la flor perfumada» y «La rama tierna del jóven árbol». El poema admitirá muchas lecturas, pero en este punto Emily revela la carnalidad de su deseo.
En el siguiente párrafo, Emily, consciente o inconscientemente, cede ante la seducción pues se dulcifica la forma de valorar al adversario que la asedia. Es genial haber escogido al viento como el otro, porque el viento envuelve, roza y acaricia todo, y tal es lo que ella siente: se siente invadida por todas partes. Así Emily cae, se deja enamorar, cierra los ojos, los labios y desea… «Su beso se entibió cálidamente» es casi un gemido, me parece una traducción tan libre como fantástica de «Its kiss grew warmer still«, ese intento vano por crear una gradación imposible y definir lo indefinible, que es característica de aquellos a quien la pasión o el amor les ha transtornado, y así sufren de una hipersensibilidad enfermiza.
En el siguiente párrafo el viento sigue hablando y recuerda que Emily ya fue suya, en la infancia. Quizá esto se refiera a que ella recuerda haber disfrutado de sus fantasías con más libertad cuando niña, quiza refiera a ciertos hechos concretos, quizá simplemente se sentía más libre, más natural, más auténtica, menos atada a las responsabilidades de la vida adulta, identificadas con la racionalidad, el deber, el pragmatismo, el autosacrificio, la privación voluntaria, el orden, la perfección autoimpuesta, la realidad, la moralidad. Atentos al detalle de que ella se refiere a sí misma como «la noche solemne»; esto es, oscura, oculta profundidades, pero sin estridencia, sin pathos, serena, calma, orgullosamente en control.
Pero…, ¿por qué cierra el poema de forma tan violenta? El viento deja de ser suave y adquiere un cariz siniestro. Nadie seduce hablando de la muerte excepto que sea la misma muerte. ¿Por qué el viento le recuerda la muerte? ¿Por qué se vuelve cruel de repente, justo cuando Emily empezaba a abrazarlo y a dejarse llevar? En verdad que ella entrevee algo maligno, indeseable o aciago en el viento ―la otra cara―. Emily reconoce en su deseo de fantasía un aspecto negativo real, a pesar del innegable, cálido y despreocupado atractivo de lo fantástico. La muerte ―igual que en el tarot― representa el cambio, pero un cambio sin retorno. De la sugerente irracionalidad Emily sabe que no volvería, y eso es algo que no está dispuesta a aceptar. No quiere desligarse de esa parte de sí misma donde ha encontrado orgullo, la altanera e inmaculada arrogancia del sabio. Del pecado no se vuelve, fallar una vez es sucumbir para siempre.

Si empecé por la última estrofa es porque pienso que Emily empezó también a escribir el poema por la última estrofa. La veo sentada junto a la ventana mientras oberva cómo el viento mece los árboles y siente la ominosa presencia del bosque oscuro. Tal vez esa noche algunas de sus hermanas acudieron a una fiesta o un acto social que ella rechazó con orgullo, cuando una parte de sí deseaba ir. Se siente sola, y siente que cumplir su destino le condena a la soledad. Entonces le acude la idea a la cabeza: „Ya vas a pasar mucho tiempo sola cuando estés muerta“. La psique le crítica su actitud, su orgullo, la elección (¿?) de su personalidad, el sinsentido de su sufrimiento; la muerte es un eficaz argumento para derribar las torres que alzan ciertos idealismos, pues la muerte le quita sentido a todo. Pero Emily no puede dejar de ser Emily, por eso renunciar a sí misma, a los propios ideales, al carácter forjado desde antiguo, se antoja también como una muerte. Si cedo, si sucumbo a deseos mundanos, dejo de ser yo. La imagen de la muerte expresa la dificultad, la dimensión de la ruptura y el conflicto interno. La crueldad de la última estrofa es la crueldad con la que Emily se trata a sí misma. Al final, Emily no sucumbe, la solemne noche no sucumbre, que sucumbe el viento. Emily no se moverá de la silla, no será ella quien vaya. El poema sugiere, de todas formas, su imperiosa necesidad, cuya violencia se manifiesta en su literatura. Quiere decir que lo necesita, que no irá voluntariamente, pero que cederá si el viento nocturno viene a ella, si acaso no fuese solo viento, que las defensas de su racionalidad son débiles ahora.
Terminé mi día pues sentado en la terraza observando el bosque, el cielo nocturno y dejándome arrullar también por el viento. Así imaginaba a Emily y casi la sentía a mi lado. Me di cuenta entonces de que había empezado el día en busca del komorabi y ahora presenciaba algo que no era el komorabi, pero sí lo era, pues la luz de la noche no dejaba de ser la luz reflejada del sol, y yo veía esa luz como una sombra, perceptible por la sombra más oscura de los árboles. Una nueva idea de identidad se apareció ante mí, una identidad que se consolida en su contrario, como indivisible y necesario; cuanto más se es, más se es también lo inverso. Así que esa segunda imagen, sin ser komorabi, era komorabi. Eso me llevó a pensar que no había escapatoria para Emily, que en absoluto podía escapar de sí misma imaginando su opuesto, que escribir esa poesía quizá aliviaba cierta angustia y la liberaba en la fantasía, pero no la liberaba en el mundo real…
En fin, debo agradecerle a la muchacha que leía a Jean Austen la inspiración y que me haya hecho visitar una vez más a Emily Brontë y a este poema en particular. Es maravilloso que a veces el mundo sea tan… redondo, o bien, que la mente humana tenga la capacidad, o la necesidad, de redondearlo.
[1] Eva Hope, Queens of Literature of the Victorian Era (1886), p. 168
[2] El Espejo Gótico: El viento nocturno