La carta que no era de Hofmannsthal

A pesar de que él la escribió y pensó desde la primera letra hasta su punto final. Lo que no la firmó con su nombre, sino con el de un personaje ficticio llamado Lord Chandos, convirtiendo así el texto en una anécdota, una curiosidad, una broma, un pasatiempo, un juego… Dicho esto, avanzo que con este post me arriesgo, me lanzo a los leones: mi interpretación —como de costumbre— es muy personal, y quizá choca con la visión de algunos expertos; es decir, aquellos que han trabajado el texto, conocen al autor, la época y sus contemporáneos con profundidad. Yo no soy más que un lector amateur. Ahí queda la advertencia.

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La carta, del genial X. Gaztelumendi (ya la había utilizado en el blog, pero es que me viene perfecta para ilustrar el post)

En este caso concreto, que Hofmannsthal decidiese expresar sus impresiones —considerado en él como una crisis del lenguaje o de su expresión lírica— a través de la ficción y no del ensayo, no deja de darle un giro más al ingenioso rizo que es en sí el texto. En mi opinión, resulta así más rico, flexible, sugerente y efectivo de lo que cualquier análisis filosófico pudiera haber sido. Es más, duele pensar que pueda pasar el tiempo y esta breve carta se olvide, que muchos crezcan, estudien, trabajen, envejezcan, mueran e ignoren que una reflexión así fue escrita de forma impecable. Es una reliquia de la literatura y un dedo en la llaga de la filosofía universal. A mi juicio, una joven Julieta de papel, una blancanieves eternamente dormida, aún bella por más tiempo que pase en el mausoleo solitario y polvoriento de las letras. Allí está ella con un sudario blanco, semitrasparente, en medio del cementerio, en los aledaños de una ciudad abandonada, tierra de cadáveres. Acaso pasan por allí viajeros perdidos y reos de las universidades en sus marchas forzadas.

Hofmannsthal no es un autor fácil de leer; su nombre no es ni siquiera fácil de escribir para un castellanohablante. Por eso anticipo su presentación con un párrafo un tanto poético, y es precisamente por esa dificultad por la que el temor a que no sea conocido y disfrutado por lectores modernos es aun mayor. La obra de Hofmannsthal require ser leída con mucha atención, poco a poco, volviendo varias veces a cada frase si acaso se quiere captar la esencia del mensaje. No todos los lectores tienen esa paciencia, e incluso escribir así no corresponde quizá con lo que hoy se considera un buen estilo. Escribir claro, directo y conciso puede ser muy agradable, pero lo contrario no es necesariamente un defecto. En la literatura, como en todo, no existen reglas fijas, y menos juicios de valor taxativos; lo importante es la armonía entre la forma y el fondo. Una misma idea puede expresarse en una frase, o quizá en tres páginas, y ambas expresiones ser inquietantes, bellas y profundas, siendo muy diferentes, incluso enemigas u opuestas si se quiere. La literatura es el campo de la fenomenal contracorriente. En cualquier caso, leer a Hofmannsthal es un placer exigente, un amor duro, pero placer en definitiva. Mi primera aproximación a él fue La mujer sin sombra, y… sudé tinta.

Pero si Hofmannsthal es un grande no es porque yo lo diga; no deja de estar considerado como uno de los principales nombres de las letras austríacas, ya sea lírica, dramaturgia, narrativa o ensayo. Hugo von Hofmannsthal nació en Viena en 1874, estudió derecho y filología, y se doctoró en filosofía; escribió mucho, un destacado genio precoz y experto aun en su periodo juvenil. Murió en 1929 de un infarto, dos días después de que su hijo se suicidase.

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Perseguint La il·lusió, de Miquel Blay

El suicidio de su hijo no es el suyo, obviamente, pero nos sirve para enlazar a Kleist con Hofmannsthal y seguir ahora, más o menos, donde lo dejamos en el anterior post. Porque con Kleist vimos cómo el escritor se dejó arrastrar por una crisis epistemológica provocada, en primera instancia, por las ideas del gris Kant; en resumen, la imposibilidad de conocer cualquier verdad en sí. Con hermosas imágenes Kleist transportó esa crisis a la forma de conocer en sí misma, al proceso mediante el cual el hombre busca y se acerca, si no a la verdad directamente, a la perfección o al conocimiento; porque para Kleist la verdad y la belleza también estaban vinculadas de forma íntima. Kleist insinuó que la especialización, el aprendizaje y la laboriosidad del método solo consiguien alejar al ser humano de la perfección y la gracia, que son atributos naturales e innatos. Por resumirlo con una frase: la verdad y la belleza son escurridizas, siempre se nos escaparán. Creo que contaba yo los diciséis o diecisiete años cuando, visitando un museo de Barcelona, me topé con una escultura que me apesadumbró y me sometió bajo esa misma impresión. Fue más un impacto irracional, una emoción, que no un pensamiento. La escultura se llamaba Perseguint la Il·lusió (Persiguiendo la Ilusión), del escultor modernista Miquel Blay.

A Hofmannsthal le picó la misma serpiente, o una prima-hermana si no, lo que el genio austríaco debía tener un carácter más sereno que Kleist —no menos romántico— al menos no tan trágico ni temperamental, dado que no acabó con su vida. De todas formas, se dice que, con Una carta, Hofmannsthal atraviesa un punto de inflexión que provoca un fuerte cambio en su producción literaria a una edad todavía temprana. En este caso, la crisis de Lord Chandos se centra en la esterilidad e insuficiencia del lenguaje y las palabras para expresar la inmensidad de sensaciones que le inundan y desbordan aun con la observación o experiencia más insignificantes. Lo rocambolesco del caso es que dicha incapacidad la expresa con un estilismo admirable y preciosista.

Los párrafos iniciales son ya sensacionales [1]:

Resulta benévolo, distinguido amigo, pasar por alto mis dos años de silencio y escribirme como usted hace. Aún más benévolo al dar su preocupación por mi persona, a su extrañeza ante el entumecimiento mental en el que le parezco estar cayendo, la expresión de facilidad y de broma que sólo dominan a los grandes hombres que están convencidos de la peligrosidad de la vida sin, no obstante, desanimarse por ello.

Concluye usted con el aforismo de Hipócrates: qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat [Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos], y opina que necesito de la medicina no sólo para dominar mi mal, sino aun más para aguzar mi mente ante mi estado interior. Quisiera contestarle como le corresponde, quisiera abrirme ante usted del todo y no sé cómo habría de proceder.

La combinación casi inmediata de —parafraseando— los grandes hombres que están convencidos de la peligrosidad de la vida sin desanimarse junto a quien no se siente enfermo está mentalmente enfermo ya produce una sacudida en el lector: le anuncia la complejidad de uno de esos espíritus olvidados, una naturaleza aristocrática y sensible, paseante de cumbres, donde fragilidad y fortaleza se funden en un sorprendente indivisible.

La delicadeza y refinamiento en las formas de Hofmannsthal no son exclusivas de esta carta, forman parte de su estilo más propio. En este sentido, una de las citas más conocidas del autor reza: «La profundidad debe ser ocultada ¿Dónde? En la superficie». Esta es, por cierto, una de mis citas favoritas y con la que coincido. Soy de la opinión que los autores más profundos son quisquillosos y obsesivos con la forma, mientras que los autores que son superficiales la desprecian. Mas la forma es esencial para que el concepto llegue al lector —o espectador—, de una manera instintiva e irracional si se quiere, dado que al fin y al cabo todo conocimiento está modelado por la subjetividad. En mi opinión, incluso la más elevada filosofía, sin una expresión estética o poética que la acompañe, está condenada a una vida errante y miserable junto a las ratas de la biblioteca. Y ahí pongo sin reparo a nombres como Kant, Adorno y otros (si hay lectores que los disfrutan es porque ellos ponen la poesía). ¿Que triste y aburrida sería la filosofía sin buenos escritores-poetas como Nietzsche,Voltaire, Valéry, Russell o Unamuno? La filosofía, siendo poética, se vive, y diría yo que incluso solo al aire libre; de otra manera, la filosofía no es más que «palabras, palabras, palabras», que díría Hamlet con humor sardónico y autocrítico, quizá para destacar la esterilidad de la segura, cómoda y artificial reflexión del ocioso lector de filosofías frente al valor de la mera y simple acción, que se justifica y reafirma a sí misma. Esta pequeña reflexión parece, al tiempo, tesis y antítesis en la carta de Hofmannsthal, porque, si bien su estilo literario lo corrobora, el contenido lo desmiente, pues viene a decir que —si no todo lenguaje— al menos el lenguaje poético es inútil.

Mi caso es, en resumen, éste: he perdido totalmente la facultad de reflexionar o hablar sobre no importa qué cosa de forma coherente.

Al principio se me fue haciendo paulatinamente imposible hablar sobre un tema elevado o general y para ello llevarme a la boca aquellas palabras de las cuales suele valerse todo el mundo sin pensárselo y con soltura. Sentía un malestar incomprensible con tan sólo pronunciar las palabras espíritu, alma o cuerpo. Resultaba en mi fuero interno imposible emitir juicio alguno acerca de los asuntos de la corte, de los acontecimientos en el parlamento, o de lo que Usted quiera. Y no por reparo alguno, pues ya sabe usted que mi franqueza roza la imprudencia: sino que las palabras abstractas, a las cuales por naturaleza ha de recurrir la lengua para emitir cualquier juicio, se me deshacían en la boca como hongos podridos. Me ocurrió que quise amonestar a Katharina Pompilia, mi hija pequeña de cuatro años, por una mentira infantil de la cual se había hecho culpable y conducirla hacia la necesidad de ser siempre sincera y, al querer hacerlo, los conceptos que, abundantes, afluyeron a mi boca adquirieron de pronto semejante coloración tornasolada y confluyeron de tal modo que yo, balbuciendo, concluí como pude la frase, como si me sintiera indispuesto y también, de hecho, con el rostro pálido y un latir intenso en la sien, dejé sola a la niña, cerré tras de mí de golpe la puerta y no me recuperé mínimamente sino después de una buena galopada por el prado solitario.

No he leído todavía un solo trabajo o referencia a esta carta que no se detenga un instante para apreciar esa imagen de las palabras deshaciéndose en la boca como hongos podridos. Más allá, el parrafo entero, con el ejemplo de la niña —que para mí representa la próxima generación y se adivina ahí la responsabilidad u obligación moral de transmitir el conocimiento adquirido y el sentido de la vida a los que vienen—, dibuja como no se podría de otra manera el simple y fustrante bloqueo. El colofón, la guinda, es la acción reparadora del ejercicio físico en un entorno natural. No es solo un bloqueo literario, es un bloqueo existencial, absoluto, cognoscitivo, moral, porque no puede ni expresar un mensaje claro y objetivo a una niña: ¡No mientas! El autor de la carta no se ve capaz de transmitir nada, porque el lenguaje no le sirve, el medio es pobre e insuficiente; pero también es que su cualidad humana está limitada para conocer: hasta lo más insignificante está lleno de contenido y lo desborda, el intento por capturar el sentido de lo que se percibe se convierte en un capricho de la defectiva y simple naturaleza humana, la obsesión por reducir el mundo natural a un absoluto, un «sí» o un «no», un «blanco» o un «negro», aun una «escala de grises» es insuficiente; cualquier descripción con palabras es insuficiente…, es, por decirlo como lo diría el gran filósofo, un hacer demasiado humano. La verdad, cualquier verdad, está muy lejos de la capacidad de comprensión, absorción y expresión del hombre: es multiforme, dinámica, cambiante, multidimensional, cual una forma indefinida y bullente que muta sin parar en medio del espacio. Así la siente Lord Chandos. Al final, se percibe mucho, pero no se sabe nada objetivamente; no hay palabras para comunicarlo, pero tampoco para explicárselo a uno mismo.

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Hugo von Hofmannsthal

Ante eso, ¿qué? Ante la frustración de no poder coger las mariposas que revolotean a millares alrededor nuestro, ante el dolor de no poder agarrar un pedazo de nube o mantener un poco de agua en las manos porque siempre se derrama; ante eso, ¿qué? —¡No te puedo enseñar lo que he visto! Entonces… ¡ves tú a dar un paseo y vívelo, sin intermediarios, sin que nadie te lo explique! —parece decir Hofmannsthal. Justo aquí, en este punto, se empieza a difuminar la figura del poeta, a desaparecer y a volverse innecesaria. Si Hoffmannsthal no lo expresa en un ensayo, es quizá porque, en el fondo, no lo termina de creer, y tal vez se rie de su extrema sensibilidad y fragilidad casi enfermiza, aunque necesite igualmente transmitir la sensación, esa medio crisis que hierve y coletea dentro de él. Yo veo en él un fuerte conflicto, entre la platónica responsabilidad moral del hombre sabio de volver a la cueva y transmitir su conocimiento (Hofmannsthal fue un hombre comprometido, un padre después de todo) y la abrumante sensación de que empieza a dudar hasta de lo más elemental, de ser capaz de entender la esencia de la realidad que percibe y de la realidad insuficiente que forman sus palabras. En ese paradójico estado de incapacidad, y ante los abismos que se abren a sus pies, pues todo el edificio del conocimiento se tambalea de repente, Hofmannsthal se da cuenta de la importancia de su testimonio a pesar de todo. Así pues, a pesar de todo, escribe la carta y es fiel a su estilo en ella.

Consciente o no, con la carta se abren oscuras puertas que se habían mantenido casi invisibles en esas partes de la habitación donde menos da el sol. Y tras esas puertas aparecen monstruos. Monstruos que asoman la cabeza con timidez, pero que no serían más terribles de dejarse ver con menos sutileza. Ahí van algunos: la poesía como enfermedad del espíritu, como lujo innecesario, el de todo está ya dicho, todo está ya mil veces escrito, el otro que se pregunta sobre la relación entre el artista y el público, entre el artista y el mundo, si el mundo necesita al artista o el artista al mundo. Uno más que, ante la tonta mirada de vaca del autor, le pregunta: «¿Quién es el observador invisible? ¿A quién se dirije tu obra?». El de más allá que vierte ácido sobre la naturaleza proscrita del poeta, de cómo se aleja más del gusto y la comprensión de la sociedad cuanto más se nutre de sí mismo y se sublima en su alejado universo. Entonces, «¿de qué sirve? ¿A quién le importa mi arte?» Porque en la profunda definición del autor independiente hay siempre una ruptura violenta con su tiempo, con la sociedad, con el gusto establecido, con el momento. Entonces, el artista deviene en un adelantado de un «nuevo gusto» o una «nueva sensibilidad»; o quizá lo opuesto, un romántico, un nostálgico del viejo conglomerado cultural, un admirador de la vieja belleza que dejó de ser bella hace tiempo para todo el mundo excepto para él. ¿No es un doloroso contrasentido?

Todo lo que hay, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, todo se me antoja ser algo. También mi propia pesadez, el restante letargo de mi cerebro; siento en mí y en torno a mí un encantador juego de contrarios, absolutamente infinito, y no hay bajo las materias, que entre ellas mismas juegan, ninguna en la que yo no pudiera fundirme. Ocurre entonces como si mi cuerpo dispusiera de las auténticas claves que me lo revelan todo. O como si pudiéramos entablar una nueva, premonitoria relación con la totalidad del ser, al empezar a pensar con el corazón. Mas cuando me falta ese extraño hechizo, no sé decir nada al respecto; me servirían tan poco unas palabras razonables para explicar en qué consistía esa armonía que me entretenía a mí y a todo el mundo, y de qué modo ésta se me había hecho perceptible, como no aportar ninguna precisión acerca de los movimientos internos de mis entrañas o de los estancamientos de mi sangre.

Dejando de lado esas curiosas casualidades, sobre las cuales, por cierto, apenas sé si las he de atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar a mi mujer la rigidez de mi interior y a mi gente la indiferencia que me inspiran los asuntos de la propiedad.

Hofmannsthal en una situación de doble vínculo: entre enamorado y hastiado de su propia sensibilidad. ¿Cómo no destacar aquí el «todo se me antoja ser algo»? ¿O el «al empezar a pensar con el corazón»? Ahí establece de forma brillante que la razón es insuficiente para entender el mundo. Volvemos con ello al rizo, a la necesidad de la estética para expresar ideas. Existe una dialéctica constante en la carta, donde se discute la validez o esterilidad del lenguaje, de la expresión subjetiva y su relación con el conocimiento y la verdad. La dialéctica no está en la carta en sí, la trasciende, está entre las mentes de Lord Chandos y Hofmannsthal. Se corrobora en el también destacable: «Pero (…) no sé decir nada al respecto», aunque aun así dice muchísimo, y de una forma que es, como poco, elegante y efectiva por su elegancia. Luego el toque final: «esas curiosas casualidades [que] (..) apenas sé si las he de atribuir al espíritu o al cuerpo». Inteligentísimo, con esto se graba a fuego la profundidad del pensamiento de Hofmannsthal, que su escrito no es un capricho, ni un ejercicio de sofística o un algo superficial: el autor reconoce la subjetividad de toda verdad, la dependencia a lo físico, o quizá a la propia debilidad o particularidad de su espíritu. En resumen, la insinuación de un relativismo absoluto, que incluso sugiere que el propio relativismo puede ser un capricho generado por un estado transitorio del cuerpo o del espíritu. Es la firma de la carta, de la crisis filosófica al fin y al cabo, con la que el autor no deja de tejer meta espacios donde arrojar su inquietud, la cual se extiende como una mar que avanza tanto en lo racional como en lo irracional.

Los párrafos escogidos los he tomado de aquí: [1]. Para saber un poquito más de Hofmannsthal y su obra: [2]. Una bonita edición de la carta la encontrarán en [3]. Otra versión online del texto íntegro (quizá no con la traducción más pulida, pero con una agradable introducción): [3]; y algunos análisis interesantes en [5] y [6].

[1] La carta de Lord Chandos (blog: Simulacros) 

[2] Hugo von Hofmannsthal (Wiki)

[3] Carta de Lord Chandos y otros textos en prosa (Alba Editorial)

[4] La Carta de Lord Chandos o sobre la condición inefable de la realidad (por Esteban Ierardo)

[5] El Silencio como Forma de Comunicación (por José Rementería Piñones)

[6] Los escritores y la música: Hofmannsthal (Filomúsica)